Inculturación

4.2.1 La interpretación de la Biblia en la Iglesia (21-IX-1993) n. 4

IV. B Inculturación

Al esfuerzo de actualización, que permite a la Biblia continuar siendo fecunda a través de la diversidad de los tiempos, corresponde el esfuerzo de inculturación, para la diversidad de lugares, que asegura el enraizamiento del mensaje bíblico en los más diversos terrenos. Esta diversidad no es, por lo demás, jamás completa. Toda cultura auténtica, en efecto, es portadora, a su modo de valores universales establecidos por Dios.

El fundamento teológico de la inculturación es la convicción de fe, que la Palabra de Dios trasciende las culturas en las cuales se expresa, y tiene la capacidad de propagarse en otras culturas, de modo que pueda llegar a todas las personas humanas en el contexto culturas donde viven. Esta convicción emana de la Biblia misma, que desde el libro del Génesis toma una orientación universal (Gn 1, 27-28), la mantiene luego en la bendición prometida a todos los pueblos gracias a Abrahán y a su descendencia (Gn 12, 3; 18, 18) y la confirma definitivamente extendiendo a «todas las naciones» la evangelización cristiana (Mt 28, 18-20; Rm 4, 16-17; Ef 3, 6).

La primera etapa de la inculturación consiste en traducir en otra lengua la Escritura inspirada. Esta etapa ha sido franqueada ya en otros tiempos del Antiguo Testamento, cuando se tradujo oralmente el texto hebreo de la Biblia en arameo (Ne 8, 8.12) y más tarde, por escrito, en griego. Una traducción, en efecto, es siempre más que una simple transcripción del texto original. El paso de una lengua a otra comporta necesariamente un cambio de contexto cultural: los conceptos no son idénticos y el alcance de los símbolos es diferente, ya que ellos ponen en relación con otras tradiciones de pensamiento y otras maneras de vivir.

Escrito en griego, el Nuevo Testamento está marcado todo él por un dinamismo de inculturación, ya que traspone en la cultura judío-helenística el mensaje palestino de Jesús, manifestando por ello mismo una clara voluntad de superar los límites de un medio cultural único.

Aunque es una etapa fundamental, la traducción de los textos bíblicos no basta, sin embargo, para asegurar una verdadera inculturación. Esta se debe continuar, gracias a una interpretación que ponga el mensaje bíblico en relación más explícita con los modos de sentir, de pensar, de vivir y de expresarse, propios de la cultura local. De la interpretación se pasa enseguida a otras etapas de inculturación, que llegan a la formación de una cultura local cristiana, extendiéndose a todas las dimensiones de la existencia (oración, trabajo, vida social, costumbres, legislación, ciencias, artes, reflexión filosófica y teológica). La Palabra de Dios es, en efecto, una semilla, que saca de la tierra donde se encuentra los elementos útiles para su crecimiento y fecundidad (cfr. AG 22). En consecuencia, los cristianos deben procurar discernir «qué riquezas, Dios, en su generosidad, ha dispensado a las naciones; deben al mismo tiempo esforzarse por iluminar estas riquezas con la luz evangélica, por liberarlas, y conducirlas bajo la autoridad de Dios Salvador» (AG 11).

No se trata, ya se ve, de un proceso en un sentido único, sino de una «mutua fecundación». Por una parte, las riquezas contenidas en las diversas culturas permiten a la Palabra de Dios producir nuevos frutos; y por otra, la luz de la Palabra de Dios permite operar una selección en lo que aportan las culturas, para rechazar los elementos dañosos y favorecer el desarrollo de los elementos válidos. La completa fidelidad a la persona de Cristo, al dinamismo de su misterio pascual, y a su amor por la Iglesia, permite evitar dos soluciones falsas: la de la «adaptación» superficial del mensaje, y la confusión sincretista (cfr. AG 22).

En el Oriente y en el Occidente cristianos, la inculturación de la Biblia se ha efectuado desde los primeros siglos y ha manifestado una gran fecundidad. Pero no se la puede considerar, sin embargo, concluida. Hay que reanudarla constantemente, en relación con la continua evolución de las culturas. En los países de evangelización más reciente, el problema se presenta en términos diferentes. Los misioneros, en efecto, aportan inevitablemente la Palabra de Dios bajo la forma en la cual se ha inculturado en sus países de origen. Las nuevas Iglesias locales deben realizar grandes esfuerzos para pasar de esta forma extranjera de inculturación de la Biblia a otra forma, que corresponda a la cultura del propio país.

[...]

Fuente: Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1993, págs. 110-112. El texto también puede ser consultado en «Biblica» 74 (1993) 451-528 o en EV 13/2846-3150.

4.2.2 Guía para los catequistas (3-XII-1993) n. 12

12. Necesidad de la inculturación. Como toda la actividad evangelizadora, también la catequesis está llamada a llevar la fuerza del Evangelio al corazón de la cultura y de las culturas. El proceso de inculturación requiere largo tiempo porque es un proceso profundo, global y gradual. A través de él, como explica Juan Pablo II, "la Iglesia encarna el Evangelio en las diversas culturas y, al mismo tiempo, introduce a los pueblos con sus culturas en su misma comunidad; trasmite a las mismas sus propios valores, asumiendo lo que hay de bueno en ellas y renovándolas desde dentro".

Los catequistas, en cuanto apóstoles, están implicados necesariamente en el dinamismo de este proceso. Además, con una preparación específica, que no puede prescindir del estudio de la antropología cultural y de los idiomas más idóneos a la inculturación, se les debe ayudar a operar por su parte y en la pastoral de conjunto, siguiendo las directivas de la Iglesia acerca de este tema particular, que podemos sintetizar así:

- El mensaje evangélico, aunque no se identifica nunca con una cultura, necesariamente se encarna en las culturas. De hecho, desde el comienzo del cristianismo, se ha encarnado en algunas culturas. Hay que tener en cuenta esto para no privar a las Iglesias jóvenes de valores que ya son patrimonio de la Iglesia universal.

- El Evangelio tiene una fuerza regeneradora, capaz de rectificar no pocos elementos de las culturas en las que penetra, cuando no son compatibles con él.

- El sujeto principal de la inculturación son las comunidades eclesiales locales, que viven una experiencia cotidiana de fe y caridad, insertadas en una determinada cultura, corresponde a los Pastores indicar las pistas principales que se deben recorrer para destacar los valores de una determinada cultura; los expertos sirven de estímulo y ayuda.

- La inculturación es genuina si se guía por estos dos principios: se basa en la Palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura y avanza de acuerdo con la Tradición de la Iglesia y las directivas del Magisterio, y no contradice la unidad deseada por el Señor.

- La piedad popular, entendida como conjunto de valores, creencias, actitudes y expresiones propias de la religión católica y purificada de los defectos debidos a la ignorancia o a la superstición, expresa la sabiduría del Pueblo de Dios y es una forma privilegiada de inculturación del Evangelio en una determinada cultura.

Para participar positivamente en ese proceso, el catequista deberá atenerse a estas directivas que favorecen en él una actitud clarividente y abierta; insertarse con toda seriedad en el plan de pastoral aprobado por la autoridad competente de la Iglesia, sin aventurarse en experiencias particulares que podrían desorientar a los demás fieles; y reavivar la esperanza apostólica, convencido de que la fuerza del Evangelio es capaz de penetrar en cualquier cultura, enriqueciéndola y fortaleciéndola desde dentro.

[...]

Fuente: Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Guía para los catequistas (3-XII-93), Libreria Editrice Vaticana 1993.

4.2.3 Instrucción Varietates Legitimae, sobre la liturgia romana y la inculturación (25-I-1994)

INTRODUCCIÓN

1. Desde antiguo se ha admitido en el rito romano una diversi­dad legítima y también recientemente ha sido prevista por el concilio Vaticano II en la constitución Sacrosanctum concilium, especialmente para las misiones (1). «La Iglesia no pretende im­poner una rígida uniformidad en aquello que no afecta a la fe o al bien de toda la comunidad, ni siquiera en la liturgia» (2). Por el contrario, habiendo reconocido en el pasado y en la actualidad diversidad de formas y de familias litúrgicas, considera que tal diversidad no perjudica su unidad sino que la enriquece (3).

2. En su carta apostólica Vicesimus quintus annus, el Papa Juan Pablo II ha señalado, como un cometido importante para la renovación litúrgica, la tarea de enraizar la liturgia en las diver­sas culturas (4). Esta tarea, prevista en las precedentes Instruc­ciones y en los libros litúrgicos, debe proseguir, a la luz de la ex­periencia, asumiendo, donde sea necesario, los valores cultura­les «que puedan armonizarse con el verdadero y auténtico espíritu litúrgico, respetando la unidad substancial del rito roma­no expresada en los libros litúrgicos» (5).

Naturaleza de esta Instrucción

3. Por mandato del Sumo Pontífice, la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos ha preparado esta Instrucción en la que se concretizan las Normas para adaptar la liturgia a la mentalidad y tradiciones de los pueblos, contenidas en los artículos 37-40 de la constitución Sacrosanctum conci­lium; se explican de un modo más preciso ciertos principios, ex­presados en términos generales en estos artículos, las prescrip­ciones se aclaran de forma más apropiada y, por fin, se determi­na el orden a seguir para observarlas, de manera que se pongan en práctica únicamente según estas prescripciones. Mientras los principios teológicos concernientes a las cuestiones de fe e in­culturación tienen todavía necesidad de ser profundizados, ha parecido bien a este dicasterio ayudar a los obispos y las Confe­rencias episcopales a considerar las adaptaciones ya previstas en los libros litúrgicos o llevarlas a la práctica según el derecho; a efectuar un examen crítico de lo que se ha podido acordar y, por fin, si la necesidad pastoral en ciertas culturas hace urgente una forma de adaptación litúrgica, que la constitución llama «más profunda» y que al mismo tiempo implica «mayores difi­cultades», a organizar según derecho su uso y práctica de una manera más apropiada.

Observaciones preliminares

4. La constitución Sacrosanctum concilium ha hablado de la adaptación de la liturgia indicando algunas formas (6). Luego, el magisterio de la Iglesia ha utilizado el término «inculturación» pa­ra designar de una forma más precisa «la encarnación del Evan­gelio en las culturas autóctonas y al mismo tiempo la introduc­ción de estas culturas en la vida de la Iglesia» (7). «La "incultura­ción" significa una íntima transformación de los auténticos valores culturales por su integración en el cristianismo y el enrai­zamiento del cristianismo en las diversas culturas humanas» (8).

El cambio de vocabulario se comprende también en el mismo campo de la liturgia. El término «adaptación», tomado del len­guaje misionero, hace pensar en modificaciones sobre todo pun­tuales y externas (9). La palabra «inculturación» sirve mejor para indicar un doble movimiento. «Por la inculturación, la Iglesia en­carna el Evangelio en las diversas culturas y, al mismo tiempo, ella introduce los pueblos con sus culturas en su propia comuni­dad» (10). Por una parte, la penetración del Evangelio en un de­terminado medio sociocultural «fecunda como desde sus entra­ñas las cualidades espirituales y los propios valores de cada pueblo (...), los consolida, los perfecciona y los restaura en Cris­to» (11). Por otra, la Iglesia asimila estos valores, en cuanto son compatibles con el Evangelio, «para profundizar mejor el men­saje de Cristo y expresarlo más perfectamente en la celebración litúrgica y en la vida de la multiforme comunidad de fieles» (12). Este doble movimiento que se da en la tarea de la «inculturación» expresa así uno de los componentes del misterio de la En­carnación (13).

5. La inculturación así entendida tiene su lugar en el culto co­mo en otros campos de la vida de la Iglesia (14). Constituye uno de los aspectos de la inculturación del Evangelio, que exige una verdadera integración (15), en la vida de fe de cada pueblo, de los valores permanentes de una cultura más que de sus expre­siones pasajeras. Debe, pues, ir unida inseparablemente a una acción más vasta y a una pastoral concertada que mire al con­junto de la condición humana (16).

Como todas las formas de la acción evangelizadora, esta tarea compleja y paciente exige un esfuerzo metódico y progresivo de investigación y de discernimiento (17). La inculturación de la vida cristiana y de sus celebraciones litúrgicas para el conjunto de un pueblo sólo podrá ser el fruto de una maduración progresiva en la fe (18).

6. La presente Instrucción tiene en cuenta situaciones muy di­versas. En primer lugar los países de tradición no cristiana, don­de el Evangelio ha sido anunciado en la época moderna por mi­sioneros que han llevado al mismo tiempo el rito romano. Resul­ta actualmente más claro que «al entrar en contacto con las culturas, la Iglesia debe acoger todo lo que, en las tradiciones de los pueblos, es compatible con el Evangelio a fin de comunicar­les las riquezas de Cristo y enriquecerse ella misma con la sabi­duría multiforme de las naciones de la tierra» (19).

7. Distinta es la situación de los países de antigua tradición cristiana occidental, donde la cultura ha sido impregnada a lo largo de los siglos por la fe y la liturgia expresada por el rito ro­mano. Esto ha facilitado, en estos países, la aceptación de la re­forma litúrgica, de manera que las medidas de adaptación pre­vistas en los libros litúrgicos deberían ser suficientes, en su con­junto para dar paso a las legítimas diversidades locales (cf. nn. 53-61). En algunos países, sin embargo, donde coexisten varias culturas sobre todo a causa de los movimientos de inmigración, hay que tener en cuenta los problemas particulares que esto plantea (cf. n. 49).

8. Así mismo, hay que prestar atención a la situación de países de tradición cristiana o no, en que se ha establecido una cultura que muestra indiferencia o desinterés por la religión (20). En es­tos casos de lo que hay que hablar no es de inculturación de la liturgia, pues no se trata aquí de asumir valores religiosos pree­xistentes, sino de insistir en la formación litúrgica (21) y de hallar los medios más aptos para llegar a la mente y al corazón.

EL PROCESO DE INCULTURACIÓN A LO LARGO DE LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN

9. Las cuestiones que suscita actualmente la inculturación del rito romano pueden encontrar alguna aclaración en la historia de la salvación. El proceso de inculturación ya fue planteado de formas diversas.

Israel conservó a lo largo de su historia la certeza de ser el pueblo elegido por Dios, testigo de su acción y de su amor en medio de las naciones. Tomó de los pueblos vecinos ciertas for­mas de culto, pero su fe en el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob las modificó profundamente, primeramente en su sentido y muchas veces en su forma, para celebrar el memorial de las maravillas de Dios en su historia incorporando estos elementos a su práctica religiosa.

El encuentro del mundo judío con la sabiduría griega dio lugar a una nueva forma de inculturación: la traducción de la Biblia al griego introdujo la palabra de Dios en un mundo que le estaba cerrado y originó, bajo la inspiración divina, un enriquecimiento de las Escrituras.

10. La ley de Moisés, los profetas y los salmos (cf. Lc 24, 27 y 44) estaban destinados a preparar la venida del Hijo de Dios en­tre los hombres. El Antiguo Testamento, por el hecho de com­prender la vida y la cultura del pueblo de Israel, es historia de salvación.

Al venir a la tierra, el Hijo de Dios, «nacido de mujer, nacido bajo la ley», (Ga 4, 4) se sometió a las condiciones sociales y cul­turales de los hombres con los que vivió y oró (22), Al hacerse hombre asumió un pueblo, un país y una época, pero en virtud de la común naturaleza humana, «en cierto modo, se unió a to­do hombre» (23). Pues «todos estamos en Cristo y la naturaleza común de la humanidad recibe en él nueva vida. Por eso se le llama el nuevo Adán» (24).

11. Cristo, que quiso compartir nuestra condición humana (cf. Hb 2, 14), murió por todos, para reunir a los hijos de Dios disper­sos (cf. Jn 11, 52). Con su muerte hizo caer el muro de separa­ción entre los hombres, haciendo de Israel y de las naciones un solo pueblo. Por la fuerza de su resurrección, atrae a sí a todos los hombres y crea en sí un solo Hombre nuevo (cf. Ef 2, 14-16; Jn 12, 32). En él cada uno puede llegar a ser una criatura nueva, pues un mundo nuevo ha nacido ya (cf. 2 Co 5, 16-17). En él la ti­niebla deja paso a la luz, las promesas se hacen realidad y todas las aspiraciones religiosas de la humanidad encuentran su cum­plimiento. Por el ofrecimiento de su cuerpo, hecho una vez por todas (cf. Hb 10, 10), Cristo Jesús establece la plenitud del culto en espíritu y en verdad en una novedad que deseaba para sus discípulos (cf. Jn 4, 23-24).

12. «En Cristo (...) se nos dio la plenitud del culto divino» (25). En él tenemos el sumo sacerdote por excelencia, tomado de en­tre los hombres (cf. Hb 5, 1-5 10, 19-21), muerto en la carne, vivi­ficado en el espíritu (cf. 1 P 3, 18). Cristo Señor, de su nuevo pue­blo hizo «un reino y sacerdotes para Dios, su Padre» (cf. Ap 1, 6; 5, 9-10) (26). Pero antes de inaugurar con su sangre el misterio pascual (27), que constituye lo esencial del culto cristiano (28), Cristo ha querido instituir la Eucaristía, memorial de su muerte y resurrección, hasta que vuelva. Aquí se encuentra el principio de la liturgia cristiana y el núcleo de su forma ritual.

13. En el momento de subir al Padre, Cristo resucitado prome­tió a sus discípulos su presencia y les envió a proclamar el Evan­gelio a toda la creación y a hacer discípulos de todos los pue­blos, bautizándolos (cf. Mt 28, 19; Mc 16, 15; Hch 1, 8). El día de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo creó la nueva comuni­dad entre los hombres, reuniéndolos a todos por encima de su mayor signo de división: las lenguas (cf. Hch 2, 1-11). Y las mara­villas de Dios serán proclamadas a todos los hombres, de toda lengua y cultura (cf. Hch 10, 44-48). Los hombres rescatados por la sangre del Cordero y unidos en una comunión fraterna (cf. Hch 2, 42) son llamados de toda tribu, lengua pueblo y nación (cf. Ap 5, 9).

14. La fe en Cristo ofrece a todos los pueblos la posibilidad de beneficiarse de la promesa y de participar en la herencia del pueblo de la Alianza (cf. Ef 3, 6) sin renunciar a su propia cultura. Bajo el impulso del Espíritu Santo, san Pablo, después de san Pedro (cf. Hch 10), abrió el camino de la Iglesia (cf. Ga 2, 2-10) sin circunscribir el Evangelio a los límites de la ley mosaica, sino conservando lo que él había recibido de la tradición que procede del Señor (cf. 1 Co 11, 23). Así, desde los primeros tiempos, la Iglesia no ha exigido a los convertidos no circuncisos «nada más allá de lo necesario», según la decisión de la asamblea apostóli­ca de Jerusalén (Hch 15, 28).

15. Al reunirse para la fracción del pan el primer día de la se­mana, que pasó a ser el día del Señor (cf. Hch 20 7, Ap 1, 10), las primeras comunidades cristianas siguieron el mandato de Jesús que, en el contexto del memorial de la Pascua judía, instituyó el memorial de su pasión. En la continuidad de la única historia de la salvación tomaron espontáneamente formas y textos del culto judío adaptándolos previamente para expresar la novedad radi­cal del culto cristiano (29). Así, bajo la inspiración del Espíritu Santo, se hizo el discernimiento entre lo que podía o debía ser conservado de la tradición cultural judía y lo que debía cambiar.

16. La expansión del Evangelio en el mundo hizo que surgie­ran otras formas rituales en las Iglesias que procedían de la gen­tilidad, formas influenciadas por otras tradiciones culturales. Y, siempre bajo la luz del Espíritu Santo, se realizó el adecuado discernimiento entre los elementos procedentes de culturas «pa­ganas» para distinguir lo que era incompatible con el cristianis­mo y lo que podía ser asumido por él, en armonía con la tradi­ción apostólica y en fidelidad al Evangelio de la salvación.

17. La creación y el desarrollo de las formas de la celebración cristiana se han realizado gradualmente según las condiciones locales de las grandes áreas culturales en que se ha difundido el Evangelio. Así se han formado las diversas familias litúrgicas del Occidente y del Oriente cristiano. Su rico patrimonio con­serva fielmente la plenitud de la tradición cristiana (30). La Igle­sia de Occidente ha tomado del patrimonio de las familias litúr­gicas de Oriente algunos elementos para su liturgia (31). La Iglesia de Roma adoptó en su liturgia la lengua viva del pueblo, el griego primero, después el latín y, como las demás Iglesias latinas, aceptó en su culto elementos importantes de la vida social de Occidente dándoles una significación cristiana. A lo largo de los siglos el rito romano ha demostrado repetidamen­te su capacidad de integrar textos, cantos, gestos y ritos de di­versa procedencia (32) y ha sabido adaptarse a las culturas lo­cales en países de misión (33), aunque en algunas épocas ha prevalecido la preocupación de la uniformidad litúrgica.

18. El concilio Vaticano II, ya en tiempos recientes, ha recorda­do que la Iglesia «fomenta y asume, y al asumirlas, las purifica, fortalece y eleva todas las capacidades y riquezas y costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno (...). Con su trabajo consigue que todo lo bueno que se encuentra sembrado en el corazón y en la mente de los hombres, y los ritos y culturas de estos pueblos, no sólo no desaparezca sino que se purifique, se eleve y perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demo­nio y felicidad del hombre» (34). De este modo la liturgia de la Iglesia no debe ser extraña a ningún país, a ningún pueblo, a ninguna persona, y al mismo tiempo trasciende todo particula­rismo de raza o nación. Debe ser capaz de expresarse en toda cultura humana, conservando al mismo tiempo su identidad por la fidelidad a la tradición recibida del Señor (35).

19. La liturgia, como el Evangelio, debe respetar las culturas, pero al mismo tiempo invita a purificarlas y a santificarlas.

Los judíos, al hacerse cristianos, no dejan de ser plenamente fieles al Antiguo Testamento, que condujo a Jesús, el Mesías de Israel; ellos saben que en él se ha cumplido la alianza mosaica, siendo él el Mediador de la Alianza nueva y eterna, sellada con su sangre derramada en la cruz. Saben también que por su sa­crificio único y perfecto es el Sumo Sacerdote auténtico y el Templo definitivo (cf. Hb 6-10). Inmediatamente quedan relativi­zadas prescripciones como la circuncisión (cf. Ga 5, 1-6), el sába­do (cf. Mt 12, 8 y par.) (36) y los sacrificios del templo (cf. Hb 10). De manera más radical, los cristianos convertidos del paganis­mo, al adherirse a Cristo tuvieron que renunciar a los ídolos, a las mitologías, a las supersticiones (cf. Hch 19, 18-19; 1 Co 10, 14-22; Col 2, 20-22; 1 Jn 5 21).

Cualquiera que sea su origen étnico y cultural, los cristianos deben reconocer en la historia de Israel la promesa, la profecía y la historia de su salvación. Reciben los libros del Antiguo Testa­mento lo mismo que los del Nuevo como palabra de Dios (37). Y aceptan los signos sacramentales, que no pueden ser plenamen­te comprendidos sino mediante la sagrada Escritura y dentro de la vida de la Iglesia (38).

20. Conciliar las renuncias exigidas por la fe en Cristo con la fi­delidad a la cultura y a las tradiciones del pueblo al que pertene­cían, fue el reto de los primeros cristianos, en un espíritu y por razones diferentes según provinieran del pueblo elegido o del paganismo. Y lo mismo será para los cristianos de todos los tiempos como lo atestiguan las palabras de san Pablo: «Noso­tros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Co 1, 23).

El discernimiento que se ha efectuado a lo largo de la historia de la Iglesia sigue siendo necesario para que, a través de la litur­gia, la obra de la salvación realizada por Cristo se perpetúe fiel­mente en la Iglesia por la fuerza del Espíritu, a través del espacio y del tiempo, y en las diversas culturas humanas.

EXIGENCIAS Y CONDICIONES PREVIAS PARA LA INCULTURACIÓN LITÚRGICA

Exigencias procedentes de la naturaleza de la Liturgia

21. Antes de iniciar cualquier proceso de inculturación es preci­so tener en cuenta el espíritu y la naturaleza misma de la liturgia. Ésta «es... el lugar privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios y con su enviado Jesucristo» (cf. Jn 17 3) (39). Es a un mismo tiempo la acción de Cristo sacerdote y la acción de la Iglesia que es su cuerpo, pues para llevar a cabo la obra de glori­ficación de Dios y de santificación de los hombres, realizada a través de signos sensibles, Cristo asocia siempre consigo a la Iglesia que, por él y en el Espíritu Santo, ofrece al Padre el culto que le es debido (40).

22. La naturaleza de la liturgia está íntimamente ligada a la na­turaleza de la Iglesia, hasta el punto de que es sobre todo en la liturgia donde la naturaleza de la Iglesia se manifiesta (41). Aho­ra bien, la Iglesia tiene también características específicas que la distinguen de cualquier otra asamblea o comunidad.

En efecto, la Iglesia no se constituye por una decisión humana sino que es convocada por Dios en el Espíritu Santo y responde en la fe a su llamada gratuita (ekklesía deriva de klesis «llama­da»). Este carácter singular de la Iglesia se manifiesta en su reu­nión como pueblo sacerdotal, en primer lugar el día del Señor, en la palabra que Dios dirige a los suyos y en el ministerio del sacerdote, que por el sacramento del orden actúa en persona de Cristo, cabeza (42).

Por ser católica, la Iglesia sobrepasa las barreras que separan a los hombres: por el bautismo todos se hacen hijos de Dios y forman en Jesucristo un solo pueblo «en el que no hay distin­ción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y muje­res» (Ga 3, 28). De esta manera la Iglesia está llamada a reunir a todos los hombres, hablar todas las lenguas y penetrar todas las culturas.

Finalmente, la Iglesia camina en la tierra lejos del Señor (cf. 2 Co 5, 6): lleva la figura del tiempo presente en sus sacramentos y en sus instituciones, pero tiende a la bienaventurada esperanza y manifestación de Cristo Jesús (cf. Tt 2, 13) (43). Y esto se tra­duce en el mismo objeto de su oración de petición: aun estando atenta a las necesidades de los hombres y de la sociedad (cf. 1 Tm 2, 1-4), manifiesta que somos ciudadanos del cielo (cf. Flp 3, 20).

23. La Iglesia se alimenta de la palabra de Dios, consignada por escrito en los libros del Antiguo y el Nuevo Testamento, y, al proclamarla en la liturgia, la acoge como una presencia de Cris­to: «Cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien habla» (44). En la celebración de la liturgia, la palabra de Dios tiene suma importancia (45), de modo que la sagrada Escrit ura no puede ser sustituida por ningún otro texto, por venerable que sea (46). La Biblia ofrece así mismo a la liturgia lo esencial de su lenguaje, de sus signos y de su oración, especialmente en los salmos (47).

24. Siendo la Iglesia fruto del sacrificio de Cristo, la liturgia es siempre la celebración del misterio pascual de Cristo, glorifica­ción de Dios Padre y santificación del hombre por la fuerza del Espíritu Santo (45). El culto cristiano encuentra así su expresión más fundamental cuando cada domingo por todo el mundo, los cristianos se reúnen en torno al altar bajo la presidencia del sacerdote, para celebrar la eucaristía: para escuchar juntos la pa­labra de Dios y hacer el memorial de la muerte y resurrección de Cristo, mientras esperan su gloriosa venida (49). En torno a este núcleo central el misterio pascual se actualiza con modalidades específicas en la celebración de cada uno de los sacramentos de la fe.

25. Toda la vida litúrgica gira en primer lugar alrededor del sa­crificio eucarístico y de los demás sacramentos confiados por Cristo a su Iglesia (50). Ella tiene el deber de transmitirlos fiel­mente y con solicitud a todas las generaciones. En virtud de su autoridad pastoral, puede disponer lo que pueda resultar útil pa­ra el bien de los fieles según las circunstancias, los tiempos y los lugares (51). Pero no tiene ningún poder para cambiar lo que es voluntad de Cristo, que es lo que constituye la parte inmutable de la liturgia (52). Romper el vínculo que los sacramentos tienen con Cristo que los ha instituido, o con los hechos fundacionales de la Iglesia (53), no sería inculturarlos sino vaciarlos de su con­tenido.

26. La Iglesia de Cristo se hace presente significada en un lu­gar y momento determinados, por las Iglesias locales o par­ticulares, que en la liturgia la manifiestan en su verdadera na­turaleza (54). Por ello cada Iglesia particular debe estar en co­munión con la Iglesia universal, no sólo en la doctrina de fe y en los signos sacramentales, sino también en los usos recibi­dos universalmente de la tradición apostólica ininterrumpida (55). Así sucede con la oración cotidiana (56), la santificación del domingo y el ritmo semanal, la Pascua y el desarrollo del misterio de Cristo a lo largo del año litúrgico (57), la práctica de la penitencia y del ayuno (58), los sacramentos de la iniciación cristiana, la celebración del memorial del Señor y la relación entre la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística, el perdón de los pecados, el ministerio ordenado, el matrimonio y la un­ción de los enfermos.

27. En la liturgia, la Iglesia expresa su fe de una forma simbóli­ca y comunitaria; esto explica la exigencia de una legislación que acompañe la organización del culto, la redacción de los tex­tos y la ejecución de los ritos (59). Y eso justifica el carácter obli­gatorio de esta legislación a lo largo de lo siglos hasta el presen­te, para asegurar la ortodoxia del culto, es decir, no solamente para evitar los errores, sino para transmitir la fe en su integridad, pues la «ley de la oración» (lex orandi, de la Iglesia corresponde a su «ley de la fe» (lex credendi) (60).

Cualquiera que sea el grado de inculturación la liturgia no pue­de prescindir de alguna forma de legislación y de vigilancia per­manente por parte de quienes han recibido esta responsabilidad en la Iglesia: la Sede apostólica y, según las normas del derecho, las Conferencias episcopales para un determinado territorio y el obispo para su diócesis (61). .

Condiciones previas a la inculturación de la liturgia

28. La tradición misionera de la Iglesia siempre ha intentado evangelizar a los hombres en su propia lengua. En ocasiones han sido precisamente los primeros misioneros de un país los que han fijado por escrito lenguas que hasta entonces habían sido solamente orales. Y justamente es a través de la lengua ma­terna, vehículo de la mentalidad y de la cultura, como se llega a comprender el alma de un pueblo, formar en él el espíritu cristia­no y permitirle una participación más profunda en la oración de la Iglesia (62).

Después de la primera evangelización, en las celebraciones li­túrgicas es de gran utilidad para el pueblo la proclamación de la palabra de Dios en la lengua del país. La traducción de la Bi­blia, o al menos de los textos bíblicos utilizados en la liturgia, es necesariamente el comienzo del proceso de inculturación li­túrgica (63).

Para que la recepción de la palabra de Dios sea precisa y fruc­tuosa, «hay que fomentar aquel amor suave y vivo hacia la sa­grada Escritura que atestigua la venerable tradición de los ritos tanto orientales como occidentales» (64). Así la inculturación de la liturgia supone ante todo una apropiación de la sagrada Escri­tura por parte de la misma cultura (65).

29. La diversidad de situaciones eclesiales tiene también su importancia para determinar el grado necesario de inculturación litúrgica. Es muy distinta la situación de países evangelizados desde hace siglos y en los que la fe cristiana continúa estando presente en la cultura, y la de aquellos en los que la evangeliza­ción es más reciente o no ha penetrado profundamente en las realidades culturales (66). También es diferente la situación de una Iglesia en donde los cristianos son una minoría respecto del resto de la población. Más compleja es la situación de los países en los que se da un pluralismo cultural y linguístico. Será preci­so hacer una cuidadosa evaluación de la situación para encon­trar el camino adecuado y lograr soluciones satisfactorias.

30. Para preparar una inculturación de los ritos, las Conferen­cias episcopales deberán contar con personas expertas tanto en la tradición litúrgica del rito romano como en el conocimiento de los valores culturales locales. Hay que hacer estudios previos de carácter histórico, antropológico, exegético y teológico. Además, hay que confrontarlos con la experiencia pastoral del clero local, especialmente el autóctono (67). El criterio de los «sabios» del país cuya sabiduría se ha iluminado con la luz del Evangelio, se­rá también muy valioso. Asimismo la inculturación tendrá que satisfacer las exigencias de la cultura tradicional aun teniendo en cuenta las poblaciones de cultura urbana e industrial (68).

Responsabilidad de la Conferencia episcopal

31. Tratándose de culturas locales, se explica por qué la consti­tución Sacrosanctum concilium pide sobre este punto la inter­vención «de las competentes asambleas territoriales de obispos legítimamente constituidas» (69). A este respecto, las Conferen­cias episcopales deben considerar «con atención y prudencia los elementos que pueden tomarse de las tradiciones y genio de ca­da pueblo para incorporarlos oportunamente al culto divino» (70). Se podrá algunas veces admitir «todo aquello que en las costumbres de los pueblos no esté indisolublemente vinculado a supersticiones y errores (...), con tal que se pueda armonizar con el verdadero y auténtico espíritu litúrgico» (71).

32. A las Conferencias episcopales corresponde juzgar si la in­troducción en la liturgia, según el procedimiento que se indicará más adelante (cf. nn. 62 y 65-69), de elementos tomados de las costumbres sociales o religiosas vivas aún en la cultura de los pueblos, puede enriquecer la comprensión de las acciones litúr­gicas sin provocar repercusiones desfavorables para la fe y la piedad de los fieles. Y en todo caso, velarán para que los fieles no vean en la introducción de estos elementos la vuelta a una si­tuación anterior a la evangelización (cf. n. 47).

Y siempre que se consideren necesarios ciertos cambios en los ritos o en los textos, es importante adaptarlos al conjunto de la vida litúrgica y, antes de llevarlos a la práctica, presentarlos pri­mero al clero y después a los fieles, de manera que se evite el peligro de perturbarlos sin una razón proporcionada (cf. nn. 46 y 69).

PRINCIPIOS Y NORMAS PRÁCTICAS PARA LA INCULTURACIÓN DEL RITO ROMANO

33. Las Iglesias particulares, sobre todo las más jóvenes, ahon­dando en el patrimonio litúrgico recibido de la Iglesia romana que les dio origen, serán capaces de encontrar formas apropia­das de su patrimonio cultural, según la utilidad o la necesidad, para integrarlas en el rito romano.

Una formación litúrgica, tanto de los fieles como del clero, tal como lo exige la constitución Sacrosanctum concilium (72), de­bería permitir que se comprenda el sentido de los textos y de los ritos que se contienen en los libros litúrgicos actuales, y de este modo evitar los cambios o las supresiones en lo que procede de la tradición del rito romano.

Principios generales

34. En el estudio y en la realización de la inculturación del rito romano se ha de tener en cuenta: la finalidad propia de la incul­turación; la unidad substancial del rito romano; la autoridad competente.

35. La finalidad que debe guiar una inculturación del rito roma­no es la misma que el concilio Vaticano II ha puesto como funda­mento de la restauración general de la liturgia: «ordenar los tex­tos y los ritos de manera que expresen con mayor claridad las cosas santas que significan y, en lo posible, el pueblo cristiano pueda comprenderlas fácilmente y participar en ellas por medio de una celebración plena, activa y comunitaria» (73).

Es importante así mismo que los ritos «sean adaptados a la ca­pacidad de los fieles, y, en general, no necesiten de muchas ex­plicaciones» (74), teniendo en cuenta siempre la naturaleza de la misma liturgia, el carácter bíblico y tradicional de su estructura y de su forma de expresión, tal como se ha indicado más arriba (nn. 21-27).

36. El proceso de inculturación se hará conservando la unidad substancial del rito romano (75). Esta unidad se encuentra expre­sada actualmente en los libros litúrgicos típicos publicados bajo la autoridad del Sumo Pontífice y en los correspondientes libros litúrgicos aprobados por las Conferencias episcopales para sus respectivos países y confirmados por la Sede apostólica (76). El estudio de la inculturación no debe pretender la formación de nuevas familias de ritos; al adecuarse a las necesidades de una determinada cultura, lo que se intenta es que las nuevas adapta­ciones formen parte también del rito romano (77).

37. Las adaptaciones del rito romano, también en el campo de la inculturación, dependen únicamente de la autoridad de la Igle­sia. Autoridad que reside en la Sede apostólica, la ejerce por me­dio de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos (78); y, en los límites fijados por el derecho, en las Conferencias episcopales (79) y el obispo diocesano (80). «Na­die, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (81). La inculturación, por tan­to, no queda a la iniciativa personal de los celebrantes, o a la ini­ciativa colectiva de la asamblea (82).

Así mismo, las concesiones hechas a una región determinada no pueden extenderse a otras regiones sin la autorización reque­rida, aunque una Conferencia episcopal considere que tiene ra­zones suficientes para adoptarlas en su propio país.

Lo que puede ser adaptado

38. En el análisis de una acción litúrgica con vistas a su incultu­ración, es preciso considerar también el valor tradicional de los elementos de esa acción, en particular su origen bíblico o patrís­tico (cf. nn. 21-26) porque no basta distinguir entre lo que puede cambiar y lo que es inmutable.

39. El lenguaje, principal medio de comunicación entre los hombres, en las celebraciones litúrgicas tiene por objeto anun­ciar a los fieles la buena nueva de la salvación (83) y expresar la oración de la Iglesia al Señor. También debe manifestar, con la verdad de la fe, la grandeza y la santidad de los misterios cele­brados.

Habrá que examinar, por tanto atentamente qué elementos del lenguaje del pueblo será conveniente introducir en las celebra­ciones litúrgicas, y, en particular, si será oportuno o no emplear expresiones provenientes de religiones no cristianas. Así mismo será importante tener en cuenta los diversos géneros literarios empleados en la liturgia: textos bíblicos proclamados, oraciones presidenciales, salmodia, aclamaciones, respuestas, responso­rios, himnos y letanías.

40. La música y el canto, que expresan el alma de un pueblo, tienen un lugar privilegiado en la liturgia. Se debe, pues, fomen­tar el canto, en primer lugar, de los textos litúrgicos, para que se escuchen las voces de los fieles en las mismas acciones litúrgi­cas (84). «Como en ciertas regiones, principalmente en las misio­nes, hay pueblos con tradición musical propia que tiene mucha importancia en su vida religiosa y social, dése a esta música la debida estima y el lugar correspondiente no sólo al fomentar su sentido religioso, sino también al acomodar el culto a su idiosin­crasia» (85).

Se ha de tener en cuenta que un texto cantado se memoriza mejor que un texto leído, lo que exige mayor esmero en cuidar la inspiración bíblica y litúrgica, y también la calidad literaria de los textos de los cantos.

En el culto divino se podrán admitir las formas musicales, las melodías y los instrumentos de música «siempre que sean aptos o puedan adaptarse al uso sagrado, convengan a la dignidad del templo y contribuyan realmente a la edificación de los fieles» (86).

41. Dado que la liturgia es una acción, los gestos y actitudes tienen especial importancia. Entre éstos, los que pertenecen a los ritos esenciales de los sacramentos, necesarios para su vali­dez, deben conservarse como han sido aprobados y determina­dos por la autoridad suprema de la Iglesia (87).

Los gestos y actitudes del sacerdote celebrante deben expre­sar su función propia: preside la asamblea en la persona de Cris­to (88).

Los gestos y actitudes de la asamblea, en cuanto signos de co­munidad y de unidad, favorecen la participación activa expre­sando y desarrollando al mismo tiempo la unanimidad de todos los participantes (89). Se deberán elegir, en la cultura del país, los gestos y actitudes corporales que expresen la situación del hombre ante Dios, dándoles una significación cristiana, en co­rrespondencia, si es posible, con los gestos y actitudes de origen bíblico.

42. En algunos pueblos el canto se acompaña espontáneamen­te batiendo palmas, con balanceos rítmicos o movimientos de danza de los participantes. Tales formas de expresión corporal pueden tener lugar en las acciones litúrgicas de esos pueblos, a condición de que sean siempre la expresión de una verdadera y común oración de adoración, de alabanza, de ofrenda o de súpli­ca y no un simple espectáculo.

43. La celebración litúrgica se enriquece por la aportación del arte, que ayuda a los fieles a celebrar, a encontrarse con Dios y a orar. Por tanto, también el arte debe tener libertad para expre­sarse en las iglesias de todos los pueblos y naciones, siempre que contribuya a la belleza de los edificios y de los ritos litúrgi­cos con el respeto y el honor que les son debidos (90) y que sea verdaderamente significativo en la vida y la tradición del pueblo. Lo mismo se ha de decir por lo que respecta a la forma, disposi­ción y decoración del altar (91), al lugar de la proclamación de la palabra de Dios (92) y del bautismo (93), al mobiliario, a los va­sos, a las vestiduras y a los colores litúrgicos (94). Se dará prefe­rencia a las materias, formas y colores familiares en el país.

44. La constitución Sacrosanctum concilium ha mantenido fir­memente la práctica constante de la Iglesia de proponer a la ve­neración de los fieles imágenes de Cristo, de la Virgen María y de los santos (95), pues «el honor dado a la imagen pasa a la persona» (96). En cada cultura las obras artísticas que intentan expresar el misterio según el genio del pueblo, deben ayudar a los creyentes en su oración y su vida espiritual.

45. Junto a las celebraciones litúrgicas y en relación con ellas, las diversas Iglesias particulares tienen sus propias expresiones de piedad popular. Introducidas a veces por los misioneros en el momento de la primera evangelización, se desarrollan con fre­cuencia según las costumbres locales.

La introducción de prácticas de devoción en las celebraciones litúrgicas no puede admitirse como una forma de inculturación «porque, por su naturaleza, (la liturgia) está por encimas de ellas» (97).

Corresponde al ordinario del lugar (98) organizar tales mani­festaciones de piedad, fomentarlas en su papel de ayuda para la vida y la fe de los cristianos, y purificarlas cuando sea necesario, pues siempre tienen necesidad de ser evangelizadas (99). El or­dinario debe cuidar también de que no suplanten a las celebra­ciones litúrgicas ni se mezclen con ellas (100).

La prudencia necesaria

46. «No se introduzcan innovaciones si no lo exige una utilidad verdadera y cierta de la Iglesia, y sólo después de haber tenido la precaución de que las nuevas formas se desarrollen, por de­cirlo así, orgánicamente a partir de las ya existentes» (101). Esta norma, dada por la constitución Sacrosanctum concilium con vistas a la reforma de la liturgia se aplica también, guardada la debida proporción, a la inculturación del rito romano. En este te­rreno, la pedagogía y el tiempo son necesarios para evitar los fe­nómenos de rechazo o de crispación de las formas anteriores.

47. Dado que la liturgia es una expresión de la fe y de la vida cristiana, hay que vigilar que su inculturación no esté marcada, ni siquiera en apariencia, por el sincretismo religioso. Ello podría suceder si los lugares, los objetos del culto, los vestidos litúrgi­cos, los gestos y las actitudes dan a entender que, en las celebraciones cristianas, ciertos ritos conservan el mismo significa­do que antes de la evangelización. Aún sería peor el sincretismo religioso si se pretendiera reemplazar las lecturas y cantos bíblicos (cf. n. 23) o las oraciones por textos tomados de otras reli­giones aun teniendo éstos un valor religioso y moral innegables (102).

48. La admisión de ritos o gestos habituales en los rituales de la iniciación cristiana, del matrimonio y de las exequias es una etapa de la inculturación ya indicada en la constitución Sacro­sanctum concilium (103). En ellos la verdad del rito cristiano y la expresión de la fe pueden quedar fácilmente oscurecidos a los ojos de los fieles. La recepción de los usos tradicionales debe ir acompañada de una purificación y, donde sea preciso incluso de una ruptura. Lo mismo se ha de decir, por ejemplo, de una even­tual cristianización de fiestas paganas o de lugares sagrados, de la atribución al sacerdote de signos de autoridad reservados al jefe en la sociedad, o de la veneración de los antepasados. En to­do caso es preciso evitar cualquier ambigüedad. Con mayor ra­zón la liturgia cristiana no puede en absoluto aceptar ritos de magia, de superstición, de espiritismo, de venganza o que ten­gan connotaciones sexuales.

49. En algunos países coexisten distintas culturas que a veces se compenetran hasta formar una cultura nueva y otras veces tienden a diferenciarse más, o incluso a oponerse mutuamente para mejor afirmar su propia identidad. Puede suceder también que algunas costumbres no tengan más que un interés folclóri­co. Las Conferencias episcopales examinen con atención la si­tuación concreta en cada caso, respeten las riquezas de cada cul­tura, y a quienes las defienden, sin ignorar ni descuidar una cul­tura minoritaria o que les resulte menos familiar; eviten también que las comunidades cristianas se mantengan aisladas o que la inculturación litúrgica se utilice con fines políticos. En los países de cultura muy marcada por usos tradicionales, se tendrán en cuenta los diversos grados de modernización de los pueblos.

50. A veces en un mismo país se hablan varias lenguas, de modo que cada una sólo es utilizada por un grupo restringido de personas o por una tribu. En tales casos habrá que encontrar el equilibrio que respete los derechos de cada grupo o tribu sin lle­var por esto al extremo la particularidad de las celebraciones li­túrgicas. A veces habrá que atender a una posible evolución del país hacia una lengua principal.

51. Para promover la inculturación litúrgica en un ámbito cul­tural más vasto que un país, se necesita que las Conferencias episcopales interesadas se pongan de acuerdo y decidan en co­mún las disposiciones que se han de tomar para que «en cuanto sea posible, se eviten también las diferencias notables de ritos entre territorios contiguos» (104).

EL ÁMBITO DE LAS ADAPTACIONES EN EL RITO ROMANO

52. La constitución Sacrosanctum concilium tenía presente una inculturación del rito romano al decretar las Normas para adap­tar la liturgia a la mentalidad y tradiciones de los pueblos, al pre­ver medidas de adaptación en los mismos libros litúrgicos (cf. nn. 53-61), y al permitir en ciertos casos, especialmente en los países de misión, adaptaciones más profundas (cf. nn. 63-64).

Adaptaciones previstas en los libros litúrgicos

53. La primera medida de inculturación y la más notable es la traducción de los textos litúrgicos a la lengua del pueblo (105). Las traducciones y, en su caso, la revisión de las mismas se ha­rán según las indicaciones dadas a este respecto por la Sede apostólica (106). Atendiendo cuidadosamente a los diversos gé­neros literarios y al contenido de los textos de la edición típica latina, la traducción deberá ser comprensible para los participan­tes (cf. n. 39), ser apropiada para la proclamación y para el canto así como para las respuestas y las aclamaciones de la asamblea.

Aunque todos los pueblos, aun los más sencillos, tienen un lenguaje religioso capaz de expresar la oración, el lenguaje litúr­gico tiene sus características propias: está impregnado profun­damente de la Biblia; algunas palabras del latín corriente (me­moria, sacramentum) han tomado otro sentido en la fe cristiana; hay palabras del lenguaje cristiano que pueden transmitirse de una lengua a otra, como ya ha sucedido en el pasado: ecclesia, evangelium, baptisma, eucharistia.

Además, los traductores deben tener en cuenta la relación del texto con la acción litúrgica, las exigencias de la comunicación oral y las características literarias de la lengua viva del pueblo. Estas características que se exigen a las traducciones litúrgicas deben darse también en las composiciones nuevas, en los casos previstos.

54. Para la celebración eucarística, el Misal romano, «aún de­jando lugar a las variaciones y adaptaciones legítimas según la prescripción del concilio Vaticano II», debe quedar «como un ins­trumento para testimoniar y conformar la mutua unidad» (107) del rito romano en la diversidad de lenguas. La Ordenación ge­neral del Misal romano prevé que «las Conferencias episcopales, según la constitución Sacrosanctum concilium, podrán estable­cer para su territorio las normas que mejor tengan en cuenta las tradiciones y el modo de ser de los pueblos, regiones y comuni­dades diversas» (108). Esto vale especialmente para los gestos y las actitudes de los fieles (109), los gestos de veneración al altar y al libro de los Evangelios (110), los textos de los cantos de en­trada (111), del ofertorio (112) y de comunión (113), el rito de la paz (114), las condiciones para la comunión del cáliz (115), la materia del altar y del mobiliario litúrgico (116), la materia y la forma de los vasos sagrados (117) y las vestiduras litúrgicas (118). Las Conferencias episcopales pueden determinar también la manera de distribuir la comunión (119).

55. Para los demás sacramentos y sacramentales, la edición tí­pica latina de cada ritual indica las adaptaciones que pueden hacer las Conferencias episcopales (120) o el obispo en determina­dos casos (121). Estas adaptaciones pueden afectar a los textos, a los gestos, y a veces incluso la organización del rito. Cuando la edición típica ofrece varias fórmulas a elegir, las Conferencias episcopales pueden proponer otras fórmulas semejantes.

56. Por lo que atañe al rito de iniciación cristiana, corresponde a las Conferencias episcopales «examinar con esmero y pruden­cia lo que puede aceptarse de las tradiciones y de la índole de cada pueblo» (122) y, «en las misiones, además de los elemen­tos de iniciación contenidos en la tradición cristiana, pueden ad­mitirse también aquellos que se encuentran en uso en cada pue­blo, en cuanto pueden acomodarse al rito cristiano» (123). Hay que advertir, sin embargo, que el término «iniciación» no tiene el mismo sentido ni designa la misma realidad cuando se trata de ritos de iniciación social en algunos pueblos, que cuando se tra­ta del itinerario de la iniciación cristiana, que conduce por los ritos del catecumenado a la incorporación a Cristo en la Iglesia por medio de los sacramentos del bautismo, de la confirmación y de la Eucaristía.

57. El ritual del matrimonio es, en muchos lugares, el que re­quiere una mayor adaptación para no resultar extraño a las cos­tumbres sociales. Para realizar la adaptación a las costumbres del lugar y de los pueblos, cada Conferencia episcopal tiene la facultad de establecer un rito propio del matrimonio, adaptado a las costumbres locales, quedando a salvo siempre la norma que exige, por parte del ministro ordenado o del laico asistente (124), pedir y recibir el consentimiento de los contrayentes, y dar la bendición nupcial (125). Este rito propio deberá significar clara­mente el sentido cristiano del matrimonio así como la gracia del sacramento, y subrayar los deberes de los esposos (126).

58. Las exequias en todos los pueblos han sido siempre rodea­das de ritos especiales, a veces, de gran valor expresivo. Para responder a las situaciones de los diversos países, el ritual ro­mano propone varias formas para las exequias (127). Correspon­de a las Conferencias episcopales escoger la que se adapte me­jor a las costumbres locales (128). Conservando lo que hay de bueno en las tradiciones familiares y en las costumbres locales, las Conferencias deben cuidar de que las exequias manifiesten la fe pascual y den testimonio del verdadero espíritu evangélico (129). Con este espíritu los rituales de exequias pueden adoptar costumbres de diversas culturas para responder mejor a las si­tuaciones y a las tradiciones de cada región (130).

59. Las bendiciones de personas, de lugares o de cosas, que es­tán más relacionadas con la vida, las actividades y las preocupa­ciones de los fieles, ofrecen también posibilidades de adaptación, de conservación de costumbres locales y de admisión de usos populares (131). Las Conferencias episcopales utilicen las disposi­ciones dadas, teniendo en cuenta las necesidades del país.

60. Por lo que respecta a la organización del tiempo litúrgico, cada Iglesia particular y cada familia religiosa añaden a las cele­braciones de la Iglesia universal, con la aprobación de la Sede apostólica, las que les son propias (132). Las Conferencias epis­copales pueden también, con la previa aprobación de la Sede apostólica, suprimir o trasladar al domingo algunas de las fies­tas de precepto (133). A ellas corresponde también determinar las fechas y la manera de celebrar las rogativas y las cuatro tém­poras (134).

61. La Liturgia de las Horas, que tiene por objeto celebrar las alabanzas de Dios y santificar por medio de la oración la jornada y toda la actividad humana, ofrece a las Conferencias episcopa­les posibilidades de adaptación en la segunda lectura del Oficio de lectura, los himnos y las preces, así como en las antífonas marianas finales (135).

Procedimiento a seguir en las adaptaciones previstas en los libros litúrgicos

62. La Conferencia episcopal, al preparar la edición propia de los libros litúrgicos, se pronunciará sobre la traducción y las adaptaciones previstas, según el Derecho (136). Las actas de la Conferencia, con el resultado de la votación, se enviarán, firma­das por el presidente y el secretario de la Conferencia, a la Con­gregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, junto con dos ejemplares completos del proyecto aprobado.

Además: se expondrán de forma resumida pero precisa las ra­zones por las cuales se ha introducido cada modificación, se in­dicará igualmente qué partes se han tomado de otros libros litúr­gicos ya aprobados y cuáles son nuevas.

Una vez obtenido el reconocimiento de la Sede apostólica, se­gún la norma establecida (137), la Conferencia episcopal dará el decreto de promulgación e indicará la fecha de su entrada en vi­gor.

La adaptación prevista por el artículo 40 de la constitución «Sacrosanctum concilium»

63. A pesar de las medidas de adaptación previstas ya en los li­bros litúrgicos, puede suceder «que en ciertos lugares y circuns­tancias urja una adaptación más profunda de la liturgia, lo que implica mayores dificultades» (138). No se trata en tales casos de adaptación dentro del marco previsto en las Institutiones ge­nerales y Praenotanda de los libros litúrgicos.

Esto supone que una Conferencia episcopal ha empleado ante todo los recursos ofrecidos por los libros litúrgicos, ha evaluado el funcionamiento de las adaptaciones ya realizadas y ha proce­dido, donde ha sido preciso a su revisión, antes de tomar la ini­ciativa de una adaptación más profunda.

La utilidad o la necesidad de esa adaptación puede manifestar­se respecto a alguno de los puntos enumerados anteriormente (cf. nn. 53-61) sin que afecte a los demás. Adaptaciones de esta especie no pretenden una transformación del rito romano, sino que se sitúan dentro del mismo.

64. En este caso, uno o varios obispos pueden exponer a sus hermanos en el episcopado de su Conferencia las dificultades que subsisten para la participación de sus fieles, y examinar con ellos la oportunidad de introducir adaptaciones más profundas si es que el bien de las almas lo exige verdaderamente (139).

Después, corresponde a la Conferencia episcopal proponer a la Sede apostólica, según el procedimiento establecido más abajo, las modificaciones que desea adoptar (140).

La Congregación para el culto divino y la disciplina de los sa­cramentos se declara dispuesta a aceptar las proposiciones de las Conferencias episcopales, a examinarlas teniendo en cuenta el bien de las Iglesias locales interesadas y el bien común de to­da la Iglesia, y a acompañar el proceso de inculturación en don­de sea útil o necesario, según los principios expuestos en esta Instrucción (cf. nn. 33-51), con un espíritu de colaboración con­fiada y de responsabilidad compartida.

Procedimiento a seguir para la aplicación del artículo 40 de la constitución «Sacrosanctum concilium»

65. La Conferencia episcopal examine lo que se debe modificar en las celebraciones litúrgicas en razón de las tradiciones y de la mentalidad del pueblo. Confíe el estudio a la comisión nacional o regional de liturgia, la cual ha de solicitar la colaboración de personas expertas para examinar los diversos aspectos de los elementos de la cultura local y de su posible inserción en las ce­lebraciones litúrgicas. A veces resultará oportuno pedir también consejo a exponentes de las religiones no cristianas sobre el va­lor cultural o civil de tal o cual elemento (cf. nn. 30-32).

Este examen previo, si el caso lo requiere, se hará en colabora­ción con las Conferencias episcopales de los países limítrofes o de los que tienen la misma cultura (cf. n. 51).

66. La Conferencia episcopal expondrá el proyecto a la Congre­gación, antes de cualquier iniciativa de experimentación. La pre­sentación del proyecto debe comprender una descripción de las innovaciones propuestas, las razones de su admisión, los crite­rios seguidos, los lugares y tiempos en que se desea hacer, lle­gado el caso, el experimento previo y la indicación de los grupos que han de hacerlo y, por último, las actas de la deliberación y de la votación de la Conferencia sobre este asunto.

Después de un examen del proyecto, hecho de común acuerdo entre la Conferencia episcopal y la Congregación, ésta última da­rá a la Conferencia episcopal la facultad de permitir, si se presen­ta el caso, la experimentación durante un tiempo limitado (141).

67. La Conferencia episcopal cuidará del buen desarrollo de la experimentación (142), solicitando normalmente la ayuda de la comisión nacional o regional de liturgia. La Conferencia cuidará también de no permitir que la experimentación se prolongue más allá de los límites permitidos en lugares y tiempos, informa­rá a pastores y pueblo de su carácter provisional y limitado, y cuidará de no dar al experimento una publicidad que podría in­fluir ya en la vida litúrgica del país. Al terminar el período de ex­perimentación, la Conferencia episcopal juzgará si el proyecto corresponde a la utilidad buscada o si se ha de corregir en algu­nos puntos, y comunicará su deliberación a la Congregación, junto con la documentación relativa a la experimentación.

68. Una vez examinada esa documentación, la Congregación podrá dar por decreto su consentimiento, con posibles observa­ciones, para que las modificaciones pedidas sean admitidas en el territorio que depende de la Conferencia episcopal.

69. A los fieles, tanto laicos como clero, se les informará debi­damente de los cambios y se les preparará para su aplicación en las celebraciones. La puesta en práctica de las decisiones deberá hacerse según lo exijan las circunstancias, estableciendo, si fue­ra oportuno, un período de transición (cf. n. 46).

CONCLUSIÓN

70. Con la presente Instrucción, la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos presenta a las Confe­rencias episcopales las normas prácticas que deben regir el tra­bajo de inculturación litúrgica previsto por el concilio Vaticano II para responder a las necesidades pastorales de los pueblos de diversas culturas y lo inserta en una pastoral de conjunto para inculturar el Evangelio en la diversidad de realidades humanas. Confía en que cada Iglesia particular, sobre todo las más jóve­nes, pueda experimentar que la diversidad en algunos elemen­tos de las celebraciones litúrgicas es fuente de enriquecimiento respetando siempre la unidad substancial del rito romano, la unidad de toda la Iglesia y la integridad de la fe que ha sido transmitida a los santos de una vez para siempre (cf. Judas 3).

La presente Instrucción ha sido preparada por la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos por man­dato de Su Santidad, el Papa Juan Pablo 11, que la ha aprobado y ha ordenado su publicación.

Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacra­mentos, 25 de enero de 1994.

Cardenal Antonio M. Javierre Ortas

Prefecto

Mons. Geraldo M. Agnelo

Secretario

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(1) Cf. Sacrosanctum concilium, 38, también n. 40,3. (2) lb., 37. (3) Cf. Orientalium Ecclesiarum, 2; Sacrosanctum concilium, 3 y 4; Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1200-1206, en particular nn. 1204-1206. (4) Cf. Vicesimus quintus annus, 16 (4 de diciembre de 1988): AAS 81 (1989), 912. (5) Ib. (6) Cf. Sacrosanctum concilium, 37-40. (7) Slavorum apostoli, 21 (2 de junio de 1985): AAS 77 (1985), 802-803; cf. Discurso a la asamblea plenaria del Consejo ponti­ficio para la cultura (17 de enero de 1987), n. 5: AAS 79 (1987), 1204-1205. (8) Redemptoris missio, 52 (7 de diciembre de 1990): AAS83 (1991), 300. (9) Cf. ib. y Sínodo de los Obispos, Informe final Exeunte coetu secundo (7 de diciembre de 1985), D 4. (10) Redemptoris missio, 52 (7 de diciembre de 1990): AAS 83 (1991), 300. (11) Gaudium et spes, 58. (12) Ib. (13) Catechesi tradendae, 53 (16 de octubre de 1979): AAS 71 (1979), 1319-1321. (14) Cf. Codex canonum Ecclesiarum orientalium, c. 584 § 2: «Evangelizatio gentium ita fiat, ut servata integritate fidei et morum Evangelium se in cultura singulorum populorum ex­primere possit, in catechesi scilicet, in ritibus propriis liturgicis, in arte sacra, in iure particulari ac demum in tota vita ecclesiali». (15) Cf. Catechesi tradendae, 53 (16 de octubre de 1979): AAS 71 (1979), 1320: «...de la evangelización en general podemos decir que está llamada a llevar la fuerza del Evangelio al co­razón de la cultura y de las culturas. (... ) Sólo así se podrá proponer a tales culturas el conocimiento del misterio oculto y ayudarles a hacer surgir de su propia tradición viva expresiones originales de vida, de celebración y de pen­samiento cristianos». (16) Cf. Redemptoris missio, 52 (7 de diciembre de 1990): AAS83 (1991), 300: «La inculturación es un camino lento que acompaña toda la vida misionera y requiere la aportación de los diversos colaboradores de la misión ad gentes, la de las comunidades cristianas a medida que se de­sarrollan». Discurso a la asamblea plenaria del Consejo pontificio para la cultu­ra (17 de enero de 1987): AAS79 (1987), 1205: «Reafirmo con insistencia la ne­cesidad de movilizar a toda la Iglesia en un esfuerzo creativo, por una evange­lización renovadora de las personas y de las culturas. Porque solamente con este esfuerzo la Iglesia estará en condición de llevar la esperanza de Cristo al seno de las culturas y de las mentalidades actuales». (17) Cf. PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, Foi et culture à la lumière de la Bible, 1981; y COMISIÓN TEOLÓGI­CA INTERNACIONAL, Documento sobre la fe y la inculturación Commissio Theolo­gica (3-8 de octubre de 1988). (18) Cf. Juan Pablo II, Discurso a los obispos del Zaire (12 de abril de 1983), n. 5: AAS75 (1983), 620: «¿Cómo una fe verdadera­mente madura, profunda y convincente, no llegará a expresarse en un lengua­je, en una catequesis, en una reflexión teológica, en una oración, en una litur­gia, en un arte, en instituciones que correspondan verdaderamente al alma africana de vuestros compatriotas? Aquí se encuentra la clave del problema importante y complejo que vosotros me habéis planteado a propósito de la li­turgia para evocar hoy solamente esto. Un progreso satisfactorio en este cam­po podrá ser fruto de una maduración progresiva en la fe, que integre el dis­cernimiento espiritual, la iluminación teológica, el sentido de la Iglesia univer­sal, en una larga concertación». (19) Juan Pablo II, Discurso a la asamblea plenaria del Consejo pontificio para la cultura (17 de enero de 1987), n. 5: AAS 79 (1987), 1204. (20) Cf. Ib.: AAS 79 (1987), 1205; también Vicesimus quintus annus, 17 (4 de diciembre de 1988): AAS 81 11989), 913-914. (21) Cf. Sacro­sanctum concilium, 19 y 35, 3. (22) Cf. Ad gentes, 10. (23) Gaudium et spes, 22. (24) S. CIRILO DE ALEJANDRIA, In Ioannem, 1, 14: PG 73,162 C. (25) Sacro­sanctum concilium, 5. (26) Cf. Lumen gentium, 10. (27) Cf. Missale romanum, Feria VI in Passione Domini 5: oratio prima: «... per suum cruorem instituit pas­chale mysterium». (28) Cf. Mysterii paschalis (14 de febrero de 1969): AAS 61 (1969), 222-226. (29) Cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1096. (30) Cf. ib., nn. 1200-1203. (31) Cf. Unitatis redintegratio, 14-15. (32) Textos: cf. las fuen­tes de las oraciones, de los prefacios y de las plegarias eucarísticas del Misal romano. Cantos: por ejemplo las antífonas del 1 de enero, del Bautismo del Señor, del 8 de septiembre, los improperios del Viernes Santo, los himnos de la Liturgia de las Horas. Gestos: por ejemplo la aspersión, la incensación, la genuflexión, las manos juntas. Ritos: por ejemplo la procesión de ramos, la adoración de la cruz en el Viernes Santo, las rogativas. (33) Cf. en el pasado S. GREGORIO MAGNO, Epistula ad Mellitum: Reg. XI, 59: CCL 140A, 961-962; Juan VIII, bula Industriæ tuæ (26 de junio del año 880): PL 126, 904; Sgda. Congregación de Propaganda Fidei, Instrucción a los vicarios apostólicos de China y de Indochina (1654): Collectanea S. C. de Propaganda Fide, I, 1, Roma, 1907, n. 135; Instrucción Plane compertum (8 de diciembre de 1939): AAS 32 (1940), 24­26. (34) Lumen gentium, 13 y 17. (35) Cf. Catechesi tradendæ, 52-53 (16 de octubre de 1979): AAS 71 (1979), 1319-1321, Redemptoris missio, 53-54 (7 de diciembre de 1990): AAS 83 (1991), 300-302; Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1204-1206. (36) Cf. también S. Ignacio de Antioquía, Epistula ad Magne­sios, 9: Funk 1, 199: «Los que se habían criado en el antiguo orden de cosas vi­nieron a la novedad de esperanza, no guardando ya el sábado, sino viviendo según el domingo». (37) Cf. Dei Verbum, 14-16; Ordo lectionum missæ, 5, edi­tio typica altera, Praenotanda: «La Iglesia anuncia el único e idéntico misterio de Cristo cuando, en la celebración litúrgica, proclama el Antiguo y el Nuevo Testamento. En efecto, en el Antiguo Testamento está latente el Nuevo, y en el Nuevo Testamento se hace patente el Antiguo. Cristo es el centro y plenitud de toda la Escritura, y también de toda celebración litúrgica»; Catecismo de la Iglesia católica, nn. 120-123, 128-130, 1093-1095. (38) Cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1093-1096. (39) Vicesimus quintus annus, 7 (4 de diciem­bre de 1988):AAS 81 (1989), 903-904. (40) Cf. Sacrosanctum concilium, 5-7. (41) Cf. ib., n. 2; Vicesimus quintus annus, 9 (4 de diciembre de 1988): AAS 81 (1989), 905-906. (42) Cf. Presbyterorum ordinis, 2. (43) Cf. Lumen gentium, 48; Sacrosanctum concilium, 2 y 8. (44) Cf. Sacrosanctum concilium, 7. (45) Cf. ib., 24. (46) Cf. Ordo lectionum missæ, 12 editio typica altera, Praenotanda: «No está permitido que, en la celebración de la misa, las lecturas bíblicas, jun­to con los cánticos tomados de la sagrada Escritura, sean suprimidas, merma­das ni, lo que sería más grave, substituidas por otras lecturas no bíblicas. En efecto, desde la palabra de Dios escrita, todavía "Dios habla a su pueblo" (Sa­crosanctum concilium, 33) y, con el uso continuado de la sagrada Escritura, el pueblo de Dios, hecho dócil al Espíritu Santo por la luz de la fe, podrá dar, con su vida y costumbres, testimonio de Cristo ante el mundo». (47) Cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 2585-2589. (48) Cf. Sacrosanctum concilium, 7. (49) Cf. ib., 6, 47, 56, 102, 106; Missale romanum, institutio generalis, nn. 1, 7, 8. (50) Cf. Sacrosanctum concilium, 6. (51) Cf. Concilio de Trento, sesión 21, cap. 2: DSchönm. 1728; Sacrosanctum concilium, 48 ss, 62 ss. (52) Cf. Sacrosanc­tum concilium, 21. (53) Cf. Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, In­ter insigniores (15 de octubre de 1976): AAS 69 (1977), 107-108. (54) Cf. Lu­men gentium, 28; 26. (55) Cf. S. Ireneo, Adversus haereses, III, 2, 1-3; 3, 1-2: Sources Chrétiennes, 211, 24-31; S. Agustín, Epistula ad Ianuarium, 54, l: PL 33, 200: «Las tradiciones no testimoniadas por la Escritura que guardamos y son observadas en todo el mundo, se deben considerar como recomendadas o es­tablecidas por los mismos Apóstoles o por los concilios, cuya autoridad es muy útil para la Iglesia...»; Redemptoris missio, 53-54 (7 de diciembre de 1990): AAS 83 (1991), 300-302; Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia entendida como comunión Communionis notio, 7-10 (28 de mayo de 1992): AAS 85 (1993), 842-844. (56) Cf. Sacrosanctum concilium, 83. (57) Cf. ib., 102, 106 y Apéndice. (58) Cf. constitución apostólica Pænitemini (17 de febrero de 1966): AAS 58 (1966), 177-198. (59) Cf. Sacro­sanctum concilium, 22; 26; 28; 40, 3 y 128. Codex iuris canonici, c. 2 y en otros lugares. (60) Cf. Missale romanum, Institutio generalis Proœmium, n. 2. PABLO VI discurso al Consejo para la aplicación de la constitución litúrgica, del 13 de octubre de 1966: AAS 58 (1966), 1146, del 14 de octubre de 1968: AAS 60 (1968), 734. (61) Cf. Sacrosanctum concilium, 22; 36 § § 3-4; 40, 1 y 2, 44-46 Codex iuris canonici, cc. 447 ss y 838. (62) Cf. Redemptoris missio, 53 (7 de di­ciembre de 1990): AAS 83 (1991), 300-302. (63) Cf. Sacrosanctum concilium, 35 y 36 §§ 2-3; Codex iuris canonici, c. 825 §l. (64) Sacrosanctum concilium, 24. (65) Cf. ib.; Catechesi tradendæ, 55 (16 de octubre de 1979): AAS 71 11979), 1322-1323. (66) Por esto en la Sacrosanctum concilium se subraya en los números 38 y 40: «sobre todo en misiones». (67) Cf. Ad gentes, 16 y 17. (68) Cf. ib., 19. (69) Sacrosanctum concilium, 22 § 2; cf. ib., 39 y 40, 1 y 2. Co­dex iuris canonici cc. 447-448 ss. (70) Cf. Sacrosanctum concilium, 40. (71) Ib., 37. (72) Cf. ib., 14-19. (73) Ib., 21. (74) Cf. ib., 34. (75) Cf. ib., 37-40. (76) Cf. Vicesimus quintus annus, 16 (4 de diciembre de 1988): AAS 81 (1989), 912. (77) Cf. Juan Pablo II, discurso a la asamblea plenaria de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos (26 de enero de 1991), n. 3: ASS 83 (1991), 940: «El sentido de tal indicación no es proponer a las Iglesias particulares el inicio de un nuevo trabajo después de la aplicación de la refor­ma litúrgica y que consistiría en la adaptación o la inculturación. Ni siquiera se debe entender la inculturación como creación de ritos alternativos (...). Se tra­ta, por tanto, de colaborar para que el rito romano, manteniendo su propia identidad, pueda recibir las oportunas adaptaciones». (78) Cf. Sacrosanctum concilium, 22 § 1, Codex iuris canonici, c. 838 § § 1 y 2. Pastor bonus, 62, 64 § 3 (28 de junio de 1988): AAS 80 (1988), 876-877. Vicesimus quintus annus, 19 (4 de diciembre de 1988): AAS 81 (1989), 914-915. (79) Cf. Sacrosanctum conci­lium, 22 § 2 y Codex iuris canonici, cc. 447 ss y 838, §§ 1 y 3; Vicesimus quin­tus annus, 20 (4 de diciembre de 1988): AAS 81 (1989), 916. (80) Cf. Sacro­sanctum concilium, 22 §1 y Codex iuris canonici, cc. 838, § §1 y 4; Vicesimus quintus annus, 21 (4 de diciembre de 1988): AAS 81 (1989), 916-917. (81) Cf. Sacrosanctum concilium, 22 § 3. (82) La situación es diversa cuando los libros litúrgicos, editados después de la constitución litúrgica del concilio ecuménico Vaticano II, prevén en los Prenotandos y las rúbricas cambios y posibilidades de elección dejados al juicio pastoral del que preside, cuando se dice por ejemplo: «es oportuno», «con estas o semejantes palabras», «se puede», «o... o», «es conveniente», «habitualmente», «se escoja la forma más adaptada». El presidente al escoger una de las posibilidades debe buscar sobre todo el bien de la asamblea, teniendo en cuenta su formación espiritual y la mentalidad de los participantes más que las preferencias personales o lo más fácil. Para las celebraciones de grupos particulares existen ciertas posibilidades de elección. Es necesaria la prudencia y el discernimiento para evitar la división de la Igle­sia local en «pequeñas iglesias», o «capillitas» cerradas en sí mismas. (83) Cf. Codex iuris canonici, cc. 762-772, en particular 769. (84) Cf. Sacrosanctum concilium, 118 también n. 54; dando «la conveniente importancia a la lengua nacional» en los cantos, «es conveniente que los fieles sepan recitar o cantar a una, también en latín, algunas de las partes del Ordinario de la misa» que les corresponde, principalmente el Padre nuestro; cf. Missale romanum, Institutio generalis, 19. (85) Sacrosanctum concilium, 119. (86) Ib., 120. (87) Cf. Codex iuris canonici, c. 841. (88) Cf. Sacrosanctum concilium, 33; Codex iuris canoni­ci, c. 899 § 2. (89) Cf. Sacrosanctum concilium, 30. (90) Cf. ib., 123-124; Codex iuris canonici, c. 1216. (91) Cf. Missale romanum, Institutio generalis, 259-270; Codex iuris canonici, cc. 1235-1239, en particular 1236. (92) Cf. Missale ro­manum, Institutio generalis, 272. (93) Cf. De benedictionibus, Ordo benedictio­nis baptisterii seu fontis baptismalis, nn. 832-837. (94) Cf. Missale romanum, Institutio generalis, 287-310. (95) Cf. Sacrosanctum concilium, 125, Lumen gentium, 67, Codex iuris canonici, c. 1188. (96) Concilio de Nicea II: DSchönm. 601; cf. S. Basilio, De Spiritu Sancto, XVIII, 45: PG 32, 149 C; Sources Chrétien­nes 17, 194. (97) Sacrosanctum concilium, 13. (98) Cf. Codex iuris canonici, c. 839 § 2. (99) Vicesimus quintus annus, 18 (4 de diciembre de 1988): AAS 81(1989), 914. (100) Cf. ib. (101) Sacrosanctum concilium, 23. (102) Estos tex­tos pueden ser utilizados provechosamente en las homilías, porque es aquí en donde se muestra más fácilmente «la convergencia entre la sabiduría divina revelada y el noble pensamiento humano, que por distintos caminos busca la verdad»: carta apostólica Dominicae cenae, 10 (24 de febrero de 1980): AAS 72 (1980), 137. (103) Cf. nn. 65 77, 81, Ordo initiationis christianae adultorum, Pra­énotanda, 30-31, 79-81, 88-89; Ordo celebrandi matrimonium, 41-44, editio ty­pica altera, Praenotanda; Ordo exsequiarum, Praenotanda, 21-22. (104) Sacro­sanctum concilium, 23. (105) Cf. Sacrosanctum concilium, 36 § § 2, 3 y 4; 54; 63. (106) Cf. Vicesimus quintus annus, 20 (4 de diciembre de 1988): AAS 81 (1989), 916. (107) Constitución apostólica Missale romanum, (3 de abril de 1969): AAS 61 (1969), 221. (108) Missale romanum, Institutio generalis, 6; cf. también Ordo lectionum missae, 111-118, editio typica altera, Praenotanda. (109) Cf. Missale romanum, Institutio generalis, 22. (110) Cf. ib., 232. (111) Cf. ib., 26. (112) Cf. ib., 50. (113) Cf. ib., 56 i. (114) Cf. ib., 56 b. (115) Cf. ib., 242. (116) Cf. ib., 263 y 288. (117) Cf. ib., 290. (118) Cf. ib., 304, 305, 308. (119) Cf. De sacra communione et de cultu mysterii eucharistici extra missam, Praeno­tanda, 21. (120) Cf. Ordo initiationis christianae adultorum, Praenotanda gene­ralia, 30-33; Praenotanda, 12, 20, 47, 64-65; Ordo, n. 312; Appendix, 12; Ordo baptismi parvulorum, Praenotanda, 8, 23-25; Ordo confirmationis, Praenotan­da, 11-12, 16-17; De sacra communione et de cultu mysterii eucharistici extra missam, Praenotanda, 12; Ordo pænitentiæ, Praenotanda, 35 b 38, Ordo unc­tionis infirmorum eorumque pastoralis curæ, Praenotanda 38-39; Ordo cele­brandi matrimonium, editio typica altera, Praenotanda 39-44; De ordinatione episcopi, presbyterorum et diaconorum, editio typica altera, Praenotanda, 11; De benedictionibus, Praenotanda generalia 39. (121) Cf. Ordo initiationis chris­tianae adultorum, Praenotanda, 66; Ordo baptismi parvulorum, Praenotanda, 26; Ordo pænitentiæ, Praenotanda, 39; Ordo celebrandi matrimonium, editio typica altera, Praenotanda, 36. (122) Ordo initiationis christianae adultorum, Ordo baptismi parvulorum, Praenotanda generalia, 30, 2. (123) Ib., 31; cf. Sa­crosanctum concilium, 65. (124) Cf. Codex iuris canonici, cc. 1108 y 1112. (125) Cf. Sacrosanctum concilium, 77; Ordo celebrandi matrimonium, editio ty­pica altera, Praenotanda 42. (126) Cf. Sacrosanctum concilium, 77. (127) Cf. Ordo exsequiarum, Praenotanda, 4. (128) Cf ib., 9 y 21, 1-3. (129) Cf. ib., 2. (130) Cf. Sacrosanctum concilium, 81. (131) Cf. ib, 79; De benedictionibus, Pra­enotanda generalia, 39; Ordo professionis religiosæ, Praenotanda, 12-15. (132) Cf. Normæ universales de Anno liturgico et de calendario, nn. 49, 55; Sagrada Congregación para el Culto Divino, Instrucción Calendaria particularia (24 de junio de 1970): AAS 62 (1970), 651-663. (133) Cf. Codex iuris canonici, c. 1246 § 2. (134) Cf. Normæ universales de Anno liturgico et de calendario, 46. (135) Cf. Liturgia Horarum, Institutio generalis, 92, 162, 178, 184. (136) Cf. Co­dex iuris canonici, c. 455 § 2 y c. 838 § 3; Esto vale para una nueva edición; Vi­cesimus quintus annus, 20 (4 de diciembre de 1988): AAS 81 (1989), 916. (137) Cf Codex iuris canonici, c. 838 § 3. (138) Sacrosanctum concilium, 40 (139) Cf. Sagrada Congregación para los Obispos, Directorio para el ministerio pastoral de los obispos Ecclesiæ imago, 84 (22 de febrero de 1973). (140) Cf. Sacro­sanctum concilium, 40, 1. (141) Cf. ib., 40, 2. (142) Cf. ib.

Fuente: Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción De Liturgia romana et inculturatione (25-I-1994): AAS 87 (1995) 288-314. (Traducción de L'O. R.).

4.2.4 Directorio general para la Catequesis (25-VIII-1997) nn. 109-113.

La inculturación del mensaje evangélico (cfr. Cuarta Parte, cap. 5)

109. La Palabra de Dios se hizo hombre, hombre concreto, situado en el tiempo y en el espacio, enraizado en una cultura determinada: «Cristo, por su encarnación, se unió a las concretas condiciones sociales y culturales de los hombres con quienes convivió» (AG 10; cfr. AG 22a) Esta es la originaria «inculturación» de la Palabra de Dios y el modelo referencial para toda la evangelización de la Iglesia, «llamada a llevar la fuerza del Evangelio al corazón de la cultura y de las culturas» (CT 53; cfr. EN 20).

La «inculturación» (El término «inculturación» ha sido asumido por diversos documentos del Magisterio: cfr. CT 53 y RM 52-54. El concepto de «cultura», tanto en su sentido más general, como en su sentido «sociológico y etnológico» ha sido aclarado en GS 53; cfr. CfL 44a) de la fe, por la que se «asumen en admirable intercambio todas las riquezas de las naciones dadas a Cristo en herencia» (AG 22a; cfr. LG 13 y 17; GS (53-62); DCG (1971) 37), es un proceso profundo y global y un camino lento (cfr. RM 52b que habla del «largo tiempo» que requiere la inculturación). No es una mera adaptación externa que, para hacer más atrayente el mensaje cristiano, se limitase a cubrirlo de manera decorativa con un barniz superficial. Se trata, por el contrario, de la penetración del Evangelio en los niveles más profundos de las personas y de los pueblos, afectándoles «de una manera vital, en profundidad y hasta las mismas raíces» (EN 20; cfr. EN 63; RM 52) de sus culturas.

En este trabajo de inculturación, sin embargo, las comunidades cristianas deberán hacer un discernimiento: se trata de «asumir», (LG 13 utiliza la expresión: «favorece y asume (fovet et assumit)») por una parte, aquellas riquezas culturales que sean compatibles con la fe; pero se trata también, por otra parte, de ayudar a «sanar» (LG 17 se expresa de este modo: «sanar, elevar y perfeccionar (sanare, elevare et consummare)») y «transformar» (EN 19 afirma: «alcanzar y transformar») aquellos criterios, líneas de pensamiento o estilos de vida que estén en contraste con el Reino de Dios. Este discernimiento se rige por dos principios básicos: «la compatibilidad con el Evangelio de las varias culturas a asumir y la comunión con la Iglesia universal» (RM 54a). Todo el pueblo de Dios debe implicarse en este proceso, que «necesita una gradualidad para que sea verdaderamente expresión de la experiencia cristiana de la comunidad» (RM 54b).

110. En esta inculturación de la fe, a la catequesis, se le presentan en concreto diversas tareas. Entre ellas cabe destacar:

– Considerar a la comunidad eclesial como principal factor de inculturación. Una expresión, y al mismo tiempo un instrumento eficaz de esta tarea, es el catequista que, junto a un sentido religioso profundo, debe poseer una viva sensibilidad social y estar bien enraizado en su ambiente cultural (cfr. GCM 12).

– Elaborar unos Catecismos locales que respondan «a las exigencias que dimanan de las diferentes culturas», (cfr. CIgC 24) presentando el Evangelio en relación a las aspiraciones, interrogantes y problemas que en esas culturas aparecen.

– Realizar una oportuna inculturación en el Catecumenado y en las instituciones catequéticas, incorporando con discernimiento el lenguaje, los símbolos y los valores de la cultura en que están enraizados los catecúmenos y catequizandos.

– Presentar el mensaje cristiano de modo que capacite para «dar razón de la esperanza» (1 P 3, 15) a los que han de anunciar el Evangelio en medio de unas culturas a menudo ajenas a lo religioso, y a veces postcristianas. Una apologética acertada, que ayude al diálogo «fe-cultura», se hace imprescindible.

La integridad del mensaje evangélico

111. En la tarea de la inculturación de la fe, la catequesis debe transmitir el mensaje evangélico en toda su integridad y pureza. Jesús anuncia el Evangelio íntegramente: «Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15). Y esta misma integridad la exige Cristo de sus discípulos, al enviarles a la misión: «Enseñadles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19). Por eso, un criterio fundamental de la catequesis es el de salvaguardar la integridad del mensaje, evitando presentaciones parciales o deformadas del mismo: «A fin de que la "oblación de su fe" sea perfecta, el que se hace discípulo de Cristo tiene derecho a recibir la "palabra de la fe" no mutilada, falsificada o disminuida, sino completa e integral, en todo su rigor y su vigor» (CT 30).

112. Dos dimensiones íntimamente unidas subyacen a este criterio. Se trata, en efecto de:

– Presentar el mensaje evangélico íntegro, sin silenciar ningún aspecto fundamental o realizar una selección en el depósito de la fe (Ibidem). La catequesis, al contrario, «debe procurar diligentemente proponer con fidelidad el tesoro íntegro del mensaje cristiano» (DCG (1971) 38 a). Esto debe hacerse, sin embargo, gradualmente, siguiendo el ejemplo de la pedagogía divina, con la que Dios se ha ido revelando de manera progresiva y gradual. La integridad debe compaginarse con la adaptación.

La catequesis, en consecuencia, parte de una sencilla proposición de la estructura íntegra del mensaje cristiano, y la expone de manera adaptada a la capacidad de los destinatarios. Sin limitarse a esta exposición inicial, la catequesis, gradualmente, propondrá el mensaje de manera cada vez más amplia y explícita, según la capacidad del catequizando y el carácter propio de la catequesis (cfr. DCG (1971) 38b). Estos dos niveles de exposición íntegra del mensaje son denominados «integridad intensiva» e «integridad extensiva».

– Presentar el mensaje evangélico auténtico, en toda su pureza, sin reducir sus exigencias, por temor al rechazo; y sin imponer cargas pesadas que él no incluye, pues el yugo de Jesús es suave (cfr. Mt 11, 30).

Este criterio acerca de la autenticidad está íntimamente vinculado al de la inculturación, porque ésta tiene la función de «traducir» (EN 63, que utiliza las expresiones «transferre» y «translatio»; cfr. RM 53b) lo esencial del mensaje a un determinado lenguaje cultural. En esta necesaria tarea, se da siempre una tensión: «la evangelización pierde mucho de su fuerza si no toma en consideración al pueblo concreto al que se dirige», pero también «corre el riesgo de perder su alma y desvanecerse si se vacía o desvirtúa su contenido, bajo el pretexto de traducirlo» (EN 63c; cfr. CT 53c y 31).

113. En esta compleja relación entre inculturación e integridad del mensaje cristiano, el criterio que debe seguirse es el de una actitud evangélica de «apertura misionera para la salvación integral del mundo» (Sínodo 1985, II, D, 3; cfr. EN 65). Esta actitud debe saber conjugar la aceptación de los valores verdaderamente humanos y religiosos, por encima de cerrazones inmovilistas, con el compromiso misionero de anunciar toda la verdad del evangelio, por encima de fáciles acomodaciones que llevarían a desvirtuar el Evangelio y a secularizar la Iglesia. La autenticidad evangélica excluye ambas actitudes, contrarias al verdadero sentido de la misión.

Fuente: Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Directorio General para la Catequesis (25-VIII-1997), Libreria Editrice Vaticana 1997, nn. 109-113.

4.2.5 Para una Pastoral de la Cultura (23-V-1999) nn. 3-6.

La buena noticia del Evangelio para las Culturas

3. Para revelarse, entrar en diálogo con los hombres e invitarlos a la salvación, Dios se ha escogido, de entre el amplio abanico de las culturas milenarias nacidas del genio humano, un Pueblo, cuya cultura originaria Él la ha penetrado, purificado y fecundado. La historia de la Alianza es la del surgimiento de una cultura inspirada por Dios mismo a su pueblo. La Sagrada Escrit ura es el instrumento querido y usado por Dios para revelarse, lo cual la eleva a un plano supracultural. «En la redacción de los libros sagrados, Dios eligió a hombres, que utilizó usando de sus propias facultades y medios» (Dei Verbum, n. 11). En la Sagrada Escritura, Palabra de Dios, que constituye la inculturación originaria de la fe en el Dios de Abraham, Dios de Jesucristo, «las palabras de Dios, expresadas en lenguas humanas, se han hecho semejantes al habla humana» (ibid., n. 13). El mensaje de la revelación, inscrito en la historia sagrada, se presenta siempre revestido de un ropaje cultural del cual es indisociable, pues es parte integrante de aquélla. La Biblia, Palabra de Dios expresada en el lenguaje de los hombres, constituye el arquetipo del encuentro fecundo entre la Palabra de Dios y la cultura.

A este respecto, la vocación de Abraham es ilustradora: “Sal de tu tierra y de tu patria, y de la casa de tu padre” (Gn 12, 1). «Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, peregrinó por la Tierra Prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas [...] Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios» (Hb 11, 8-10). La historia del Pueblo de Dios comienza con una adhesión de fe que es también una ruptura cultural, para culminar en la Cruz de Cristo, ruptura por excelencia, elevación de la tierra, pero también centro de atracción que orienta la historia del mundo hacia Cristo y convoca en la unidad a los hijos de Dios: «Cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 31).

La ruptura cultural con la cual se inicia la vocación de Abraham, «Padre de los creyentes», traduce lo que acontece en lo profundo del corazón del hombre cuando Dios irrumpe en su existencia para revelarse y suscitar el compromiso de todo su ser. Abraham es arrancado de raíz de su humus cultural y espiritual para ser trasplantado por Dios, mediante la fe, a la tierra. Más aún, esta ruptura subraya la fundamental diferencia de naturaleza entre la fe y la cultura. Contrariamente a los ídolos, que son producto de una cultura, el Dios de Abraham es el totalmente otro. Mediante la revelación entra en la vida de Abraham. El tiempo cíclico de las religiones antiguas ha caducado: con Abraham y el pueblo judío comienza un nuevo tiempo que se convierte en la historia de los hombres en camino hacia Dios. No es un pueblo que se fabrica un dios; es Dios que da nacimiento a su Pueblo como Pueblo de Dios.

La cultura bíblica ocupa por ello un puesto único. Es la cultura del Pueblo de Dios, en cuyo corazón Él se ha encarnado. La promesa hecha a Abraham culmina en la glorificación de Cristo crucificado. El padre de los creyentes, en tensión hacia el cumplimiento de la promesa, anuncia el sacrificio del Hijo de Dios sobre el leño de la cruz. En Cristo, que ha venido a recapitular el conjunto de la creación, el amor de Dios convoca a todos los hombres a compartir la condición de hijos. El Dios totalmente otro se manifiesta en Jesucristo, totalmente nuestro: «el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres» (Dei Verbum, n. 13). Así, la fe tiene el poder de alcanzar el corazón de toda cultura para purificarla, fecundarla, enriquecerla y darle la posibilidad de desplegarse a la medida inconmensurable del amor de Cristo. La recepción del mensaje de Cristo suscita así una cultura, cuyos dos constitutivos fundamentales son, a título radicalmente nuevo, la persona y el amor. El amor redentor de Cristo descubre, más allá de los límites naturales de las personas, su valor profundo, que se dilata bajo el régimen de la gracia, don de Dios. Cristo es la fuente de esta civilización del amor, anhelada con nostalgia por los hombres tras la caída del pecado, y que Juan Pablo II, después de Pablo VI, no cesa de invitarnos a realizar junto con todos los hombres de buena voluntad. El vínculo fundamental del Evangelio, es decir, de Cristo y de la Iglesia, con el hombre en su humanidad es creador de cultura en su fundamento mismo. Viviendo el Evangelio, —como lo atestiguan dos mil años de historia— la Iglesia esclarece el sentido y el valor de la vida, amplía los horizontes de la razón y afianza los fundamentos de la moral humana. La fe cristiana auténticamente vivida revela en toda su profundidad la dignidad de la persona y la sublimidad de su vocación (cfr. RM 10). Desde sus orígenes, el cristianismo se distingue por la inteligencia de la fe y la audacia de la razón. Son testigos de ello los pioneros, como san Justino o san Clemente de Alejandría, Orígenes y los Padres Capadocios. Este encuentro fecundo del Evangelio con las filosofías hasta nuestros días, ha sido evocado por Juan Pablo II en su encíclica Fides et Ratio (cfr. n. 36-48). «El encuentro de la fe con las diversas culturas de hecho ha dado vida a una realidad nueva» (ibid. n. 70), crea así una cultura original en los contextos más diversos.

La evangelización y la inculturación

4. La evangelización propiamente dicha consiste en el anuncio explícito del misterio de salvación de Cristo y de su mensaje, pues «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad» (1 Tm 2, 4). «Es, pues, necesario que todos se conviertan a Él, una vez conocido por la predicación del Evangelio, y a Él y a la Iglesia, que es su Cuerpo, se incorporen por el bautismo» (AG 7). La novedad que brota incesantemente de la revelación de Dios «con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí» (Dei Verbum, n. 2), comunicada por el Espíritu de Cristo que actúa en la Iglesia, manifiesta la verdad acerca de Dios y la salvación del hombre. El anuncio de Jesucristo, «que es a la vez mediador y plenitud de toda la revelación» (ibid.), saca a la luz los semina Verbi escondidos y a veces como enterrados en el corazón de las culturas, y los abre a la medida misma de la capacidad de infinito que Él ha creado y que viene a colmar en la admirable condescendencia de su Sabiduría eterna (Dei Verbum, n. 13), transformando su proyecto de sentido en un objetivo de trascendencia, y las piedras de espera en puntos de amarre para la acogida del Evangelio. Mediante el testimonio explícito de su fe, los discípulos de Jesús impregnan de Evangelio la pluralidad de las culturas.

«Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad [...] Se trata también de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación.

Lo que importa es evangelizar no de una manera decorativa, como con un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces la cultura y las culturas del hombre, en el sentido rico y amplio que tienen sus términos en la Gaudium et spes, tomando siempre como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios.

El Evangelio, y por consiguiente la evangelización, no se identifican ciertamente con la cultura y son independientes con respecto a todas las culturas. Sin embargo, el reino que anuncia el Evangelio es vivido por hombres profundamente vinculados a una cultura y la construcción del reino no puede por menos de tomar los elementos de la cultura y de las culturas humanas. Independientes con respecto a las culturas, Evangelio y evangelización, no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna.

La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo [...] De ahí que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las culturas. Estas deben ser regeneradas por el encuentro con la Buena Nueva» (EN 18-20). Para hacerlo es necesario anunciar el Evangelio en la lengua y la cultura de los hombres.

Esta Buena Nueva se dirige a la persona humana en su compleja totalidad, espiritual y moral, económica y política, cultural y social. La Iglesia no duda en hablar de evangelización de las culturas, es decir, de las mentalidades, de las costumbres, de los comportamientos. «La nueva evangelización pide un esfuerzo lúcido, serio y ordenado para evangelizar la cultura» (Ecclesia in America, n. 70).

Si las culturas, cuya totalidad está constituida por elementos heterogéneos, son cambiantes y caducas, el primado de Cristo y la universalidad de su mensaje son fuente inagotable de vida (cfr. Col 1, 8-12; Ef 1, 8) y de comunión. Portadores de esta novedad absoluta de Cristo al corazón de las culturas, los misioneros del Evangelio no cesan de rebasar los límites propios de cada cultura, sin dejarse encerrar en las perspectivas terrestres de un mundo mejor. «Pero como el Reino de Cristo no es de este mundo (cfr. Jn 18, 36), la Iglesia o Pueblo de Dios, introduciendo este Reino no arrebata a ningún pueblo ningún bien temporal, sino al contrario, todas las facultades, riquezas y costumbres que revelan la idiosincrasia de cada pueblo, en lo que tienen de bueno, las favorece y asume» (LG 13). El evangelizador, cuya propia fe está ligada a una cultura, ha de dar abierto testimonio del puesto único de Cristo, de la sacramentalidad de su Iglesia, del amor de sus discípulos a todo hombre y a «todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio» (Fil 4, 8), lo que implica el rechazo de todo lo que es fuente o fruto del pecado en el corazón de las culturas.

5. «Un problema ulterior nace de la exigencia hoy intensamente sentida de la evangelización de las culturas y de la inculturación del mensaje de la fe» (Pastores dabo vobis, n. 55). Una y otra caminan con igual paso, en un proceso de mutuo intercambio que exige el ejercicio permanente de un discernimiento riguroso a la luz del Evangelio, a fin de identificar valores y contravalores presentes en las culturas, construir sobre los primeros y luchar enérgicamente contra los segundos. «Por medio de la inculturación la Iglesia encarna el Evangelio en las diversas culturas y, al mismo tiempo, introduce a los pueblos con sus culturas en su misma comunidad; transmite a las mismas sus propios valores, asumiendo lo que hay de bueno en ellas y renovándolas desde dentro. Por su parte, con la inculturación, la Iglesia se hace signo más comprensible de lo que es e instrumento más apto para la misión» (RM 52). «Necesaria y esencial» (Pastores dabo vobis, n. 55), la inculturación, alejada igualmente del arqueologismo y del mimetismo intramundano, «está llamada a llevar la fuerza del Evangelio al corazón de la cultura y de las culturas». «En este encuentro, las culturas no sólo no se ven privadas de nada, sino que por el contrario son animadas a abrirse a la novedad de la verdad evangélica recibiendo incentivos para ulteriores desarrollos» (Fides et Ratio, n. 71).

En sintonía con las exigencias objetivas de la fe y la misión de evangelizar, la Iglesia tiene en cuenta este dato esencial: el encuentro entre la fe y las culturas se opera entre dos realidades que no son del mismo orden. Por tanto la inculturación de la fe y la evangelización de las culturas, constituyen como un binomio que excluye toda forma de sincretismo (cfr. Indiferentismo y sincretismo. Desafíos y propuestas pastorales para la Nueva Evangelización de América Latina. Simposio, San José de Costa Rica, 19-23 de enero 1992. Celam, Bogotá, 1992). Tal es «el sentido auténtico de la inculturación. Ésta, ante las culturas más dispares y a veces contrapuestas, presentes en las distintas partes del mundo, quiere ser una obediencia al mandato de Cristo de predicar el Evangelio a todas las gentes hasta los últimos confines de la tierra. Esta obediencia no significa sincretismo, ni simple adaptación del anuncio evangélico, sino que el Evangelio penetra vitalmente en las culturas, se encarna en ellas, superando sus elementos culturales incompatibles con la fe y con la vida cristiana y elevando sus valores al misterio de la salvación que proviene de Cristo» (Pastores dabo vobis, n. 55). Los sucesivos sínodos de obispos no cesan de subrayar la particular importancia para la evangelización de esta inculturación a la luz de los grandes misterios de la salvación: la encarnación de Cristo, su Nacimiento, su Pasión y Pascua redentora, y Pentecostés, que por la fuerza del Espíritu, concede a cada uno escuchar en su propia lengua las maravillas de Dios (cfr. SD 230). Las naciones convocadas en torno al cenáculo el día de Pentecostés no han escuchado en sus respectivas lenguas un discurso sobre sus propias culturas humanas, sino que se sorprenden de oír, cada uno en su lengua, a los apóstoles anunciar las maravillas de Dios. Si bien es cierto que el mensaje evangélico no se puede aislar pura y simplemente de la cultura en la que está inserto desde el principio, ni tampoco, sin graves pérdidas, de las culturas en las que ya se ha expresado a lo largo de los siglos, sin embargo, la fuerza del Evangelio es en todas partes transformadora y regeneradora (cfr. CT 53). «El anuncio del Evangelio en las diversas culturas, aunque exige de cada destinatario la adhesión de la fe, no les impide conservar una identidad cultural propia, favoreciendo el progreso de lo que en ella hay de implícito hacia su plena explicación en la verdad» (Fides et Ratio, n. 71).

«Teniendo presente la relación estrecha y orgánica entre Jesucristo y la palabra que anuncia la Iglesia, la inculturación del mensaje revelado tendrá que seguir la "lógica" propia del misterio de la Redención [...] Esta kénosis necesaria para la exaltación, itinerario de Jesús y de cada uno de sus discípulos (cfr. Flp 2, 6-9), es iluminadora para el encuentro de las culturas con Cristo y su Evangelio. Cada cultura tiene necesidad de ser transformada por los valores del Evangelio a la luz del misterio pascual» (Ecclesia in Africa, n. 61). La ola dominante de secularismo que se extiende a través de las culturas, idealiza a menudo, con la fuerza de sugestión de los medios, modelos de vida que son la antítesis de la cultura de las Bienaventuranzas y de la imitación de Cristo pobre, casto, obediente y manso de corazón. De hecho, hay grandes obras culturales que se inspiran en el pecado y pueden incitar al él. «La Iglesia, al proponer la Buena Nueva, denuncia y corrige la presencia del pecado en las culturas; purifica y exorciza los desvalores. Establece por consiguiente, una crítica de las culturas... crítica de las idolatrías, es decir, de los valores erigidos en ídolos, de aquellos valores, que sin serlo, una cultura asume como absolutos» (cfr. DP 405).

Una pastoral de la cultura

6. Al servicio del anuncio de la Buena Nueva y por tanto del destino del hombre en el designio de Dios, la pastoral de la cultura deriva de la misión misma de la Iglesia en el mundo contemporáneo, con una percepción renovada de sus exigencias, expresada por el Concilio Vaticano II y los Sínodos de los Obispos. La toma de conciencia de la dimensión cultural de la existencia humana entraña una atención particular hacia este campo nuevo de la pastoral. Anclada en la antropología y la ética cristiana, esta pastoral anima un proyecto cultural cristiano que permite a Cristo, Redentor del hombre, centro del cosmos y de la historia (cfr. RM 1), renovar toda la vida de los hombres, “abriendo a su potencia salvadora los inmensos dominios de la cultura» (Juan Pablo II, Homilía de la misa de la solemne inauguración del pontificado, 22 octubre 1978; IGP2 I (1978) 35-41) En este campo, las vías son prácticamente infinitas, pues la pastoral de la cultura se aplica a las situaciones concretas a fin de abrirlas al mensaje universal del Evangelio.

Al servicio de la evangelización, que constituye la misión esencial de la Iglesia, su gracia y su vocación propia, y su identidad más profunda (cfr. EN 14), la pastoral, a la búsqueda de «las formas más adecuadas y eficaces de comunicar el mensaje evangélico a los hombres de nuestro tiempo» (ibid., n. 40), conjuga medios complementarios: «La evangelización, hemos dicho, es un paso complejo, con elementos variados: renovación de la humanidad, testimonio, anuncio explícito, adhesión del corazón, entrada en la comunidad, acogida de los signos, iniciativas de apostolado. Estos elementos pueden parecer contrastantes, incluso exclusivos. En realidad son complementarios y mutuamente enriquecedores. Hay que ver siempre cada uno de ellos integrado con los otros» (ibid., n. 24).

Una evangelización inculturada gracias a una pastoral concertada permite a la comunidad cristiana recibir, celebrar, vivir, traducir su fe en su propia cultura, en «la compatibilidad con el Evangelio y la comunión con la Iglesia universal» (RM 54). Traduce al mismo tiempo el carácter absolutamente nuevo de la revelación en Jesucristo y la exigencia de conversión que brota del encuentro con el único salvador: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5).

He aquí la importancia de la tarea propia de los teólogos y los pastores para la fiel inteligencia de la fe y el discernimiento pastoral. La simpatía con la que tienen que abordar las culturas «sirviéndose de conceptos y lenguas de los diversos pueblos» (GS 44) para expresar el mensaje de Cristo, no puede alejarse de un discernimiento exigente frente a los grandes problemas que emergen de un análisis objetivo de los fenómenos culturales contemporáneos. El peso de estos no puede ser ignorado por los pastores, pues está en juego la conversión de las personas y, a través de ellas, de las culturas, la cristianización del ethos de los pueblos (cfr. EN 20).

Fuente: Pontificio Consejo para la Cultura, Para una pastoral de la cultura (23-V-99), Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1999, nn. 3-6.

4.2.6 Directorio sobre la piedad popular y la Liturgia (17-XII-2001) nn. 91-92.

Enculturación y piedad popular

91. La piedad popular está caracterizada, naturalmente, por el sentimiento propio de una época de la historia y de una cultura. Una muestra de esto es la variedad de expresiones que la constituyen, florecidas y afirmadas en las diversas Iglesias particulares en el transcurso del tiempo, signo del enraizarse de la fe en el corazón de los diversos pueblos y de su entrada en el ámbito de lo cotidiano. Realmente "la religiosidad popular es la primera y fundamental forma de "enculturación" de la fe, que se debe dejar orientar continuamente y guiar por las indicaciones de la Liturgia, pero que a su vez fecunda la fe desde el corazón". El encuentro entre el dinamismo innovador del mensaje del Evangelio y los diversos componentes de una cultura es algo que está atestiguado en la piedad popular.

92. El proceso de adaptación o de enculturación de un ejercicio de piedad no debería presentar dificultades por lo que se refiere al lenguaje, a las expresiones musicales y artísticas y al uso de gestos y posturas del cuerpo. Los ejercicios de piedad, por una parte no conciernen a aspectos esenciales de la vida sacramental y por otra son, en muchos casos, de origen popular, nacidos del pueblo, formulados con su lenguaje y situados en el marco de la fe católica.

Sin embargo, el hecho de que los ejercicios de piedad y las prácticas de devoción sean expresión del sentir del pueblo, no autoriza a actuar en esta materia de modo subjetivo y con personalismo. Manteniendo la competencia propia del Ordinario del lugar o de los Superiores Mayores – si se trata de devociones vinculadas a Órdenes religiosas -, cuando se trata de ejercicios de piedad que afectan a toda una nación o a una amplia región, conviene que se pronuncie la Conferencia de Obispos.

Es preciso una gran atención y un profundo sentido de discernimiento para impedir que, a través de las diversas formas del lenguaje, se insinúen en los ejercicios de piedad nociones contrarias a la fe cristiana o se abra la puerta a expresiones contaminadas por el sincretismo.

En particular es necesario que el ejercicio de piedad, objeto de un proceso de adaptación o de enculturación, conserve su identidad profunda y su fisonomía esencial. Esto requiere que se mantenga reconocible su origen histórico y las líneas doctrinales y cultuales que lo caracterizan.

En lo referente al empleo de formas de piedad popular en el proceso de enculturación de la Liturgia, hay que remitirse a la Instrucción de este Dicasterio sobre el tema en cuestión.

Fuente: Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular y la Liturgia, 17-XII-2001, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2002, n. 91-92.

4.2.7 Instrucción Caminar desde Cristo: un renovado compromiso de la Vida Consagrada (19-V-2002) nn. 19, 37

19. (…)

También son muy actuales las temáticas de la inculturación. Miran la manera de encarnar la vida consagrada, la adaptación de las formas de espiritualidad y de apostolado, las formas de gobierno, la formación, la gestión de los recursos y de los bienes económicos, el desarrollo de la misión. Los deseos expresados por el Papa a toda la Iglesia valen también para la vida consagrada: «El cristianismo del tercer milenio debe responder cada vez mejor a esta exigencia de inculturación. Permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al anuncio evangélico y a la tradición eclesial, llevará consigo también el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado» (Novo millennio ineunte, 40). De una verdadera inculturación se espera un notable enriquecimiento y un nuevo impulso espiritual y apostólico para la vida consagrada y para toda la Iglesia.

Podríamos revisar otras muchas expectativas de la vida consagrada al comienzo de este nuevo milenio y no acabaríamos nunca, porque el Espíritu empuja siempre hacia adelante, siempre más allá. La palabra del Maestro debe suscitar en todos sus discípulos y discípulas un gran entusiasmo para recordar con gratitud el pasado, vivir con pasión el presente y abrirnos con confianza al futuro (cfr. Novo millennio ineunte, 1).

Escuchando la invitación hecha por el Papa Juan Pablo II a toda la Iglesia, la vida consagrada decididamente debe caminar desde Cristo, contemplando su rostro, favoreciendo los caminos de la espiritualidad como vida, pedagogía y pastoral: «La Iglesia espera también vuestra colaboración, hermanos y hermanas consagrados, para avanzar a lo largo de este nuevo tramo de camino según las orientaciones que he trazado en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte: contemplar el rostro de Cristo, partir de Él, ser testigos de su amor» (Homilía (2 de febrero de 2001): L'Osservatore Romano, 4 de febrero de 2001, p.4.). Sólo entonces la vida consagrada encontrará nuevo vigor para ponerse al servicio de toda la Iglesia y de la entera humanidad.

37. La primera tarea que se debe tomar con entusiasmo es el anuncio de Cristo a las gentes. Éste depende sobre todo de los consagrados y de las consagradas que se comprometen a hacer llegar el mensaje del Evangelio a la multitud creciente de los que lo ignoran. Tal misión está todavía en los comienzos y debemos comprometernos con todas las fuerzas para llevarla a cabo (cfr. RM 1). La acción confiada y audaz de los misioneros y de las misioneras deberá responder siempre mejor a la exigencia de la inculturación, así como a que no se nieguen los valores específicos de cada pueblo, sino que sean purificados y llevados a su plenitud (cfr. Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Asia, Nueva Delhi, 6 de noviembre de 1999, 22).

Permaneciendo en total fidelidad al anuncio evangélico, el cristianismo del tercer milenio llevará consigo también el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado (cfr. Novo millennio ineunte, 40).

Fuente: Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, Instrucción Caminar desde Cristo: un renovado compromiso de la Vida Consagrada, 19-V-2002, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2002, n. 19 y 37.

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