4.3.1 Documento Temas Selectos de Eclesiología (1984) n. 4

4. Pueblo de Dios e inculturación[51]

1. Necesidad de la inculturación

A la vez como «misterio» y como «sujeto histórico», el nuevo pueblo de Dios «se compone de hombres que, reunidos en Cristo, son conducidos por el Espíritu Santo en su peregrinación al Reino del Padre y han recibido un mensaje de salvación que han de proponer a todos. Por esta razón, ella [la comunidad de los cristianos] se siente real e íntimamente unida al género humano y a su historia» (GS 1). Siendo la misión de la Iglesia entre los hombres hacer «que se introduzca este Reino [de Dios], el [nuevo] pueblo de Dios no sustrae nada al bien temporal de cada pueblo, sino que, por el contrario, fomenta y asume los valores y las riquezas y las costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno, pero, asumiéndolos, los purifica, fortalece y eleva» (LG 13). El término general de «cultura» parece poder resumir como lo propone la constitución pastoral Gaudium et spes, este conjunto de datos personales y sociales que marcan al hombre, permitiéndole asumir y dominar su condici6n y su destino (GS 53-62).

Se trata, por tanto, para la Iglesia en su misión de evangelizar, de «introducir la fuerza del evangelio en lo más íntimo de la cultura humana y de las formas de la misma cultura» (CT 53). Si esto faltara el hombre no sería alcanzado verdaderamente por el mensaje de salvación que la Iglesia le comunica. La reflexión sobre la evangelización hace tomar una conciencia cada vez más viva de ello en la medida misma del progreso que realiza la humanidad en el conocimiento que puede tener de sí misma. La evangelización no alcanza su objetivo más que cuando el hombre, a la vez como persona única y como miembro de una comunidad que lo marca en profundidad, acepta recibir la Palabra de Dios y hacerla fructificar en su vida. De manera que Pablo VI ha podido escribir en Evangelii nuntiandi: «Decimos grupos del género humano que han de ser transformados: para la Iglesia no se trata sólo de predicar el evangelio en zonas geográficas cada vez más amplias o a multitudes cada vez mayores, sino de tocar y, por así decirlo, de revolucionar, por la fuerza del evangelio, los criterios de juicio, los valores que tienen más importancia, los anhelos y modos de pensar, los movimientos impulsores y los modelos de vida del género humano, que están en contraste con la palabra de Dios y el designio de salvación» (EN 19). En efecto, como lo señala el Papa en este mismo documento: «La escisión entre evangelio y cultura es, sin duda, el drama de nuestra época» (EN 20).

Para designar esta perspectiva y esta acción, por las que el evangelio pretende alcanzar el corazón de las culturas, se recurre hoy al término «inculturación». EI término «aculturación» o «inculturación» «es ciertamente un neologismo que, sin embargo, expresa de modo egregio uno de los elementos del gran misterio de la encarnación» (cfr. CT 53; cfr. Discurso a los participantes de la Asamblea Plenaria de la Pontificia Comisión Bíblica, 26-IV-1979: AAS 71 (1979) 607; Discurso a los Obispos del Zaire, Kinshasa, 3-V-1980, 4: AAS 72 (1980) 432-433; A los intelectuales y artistas coreanos, Seúl, Corea, 5-V-1984, 2: AAS 76 (1984) 985-986). Juan Pablo II subraya en Corea la dinámica de la inculturación: «Es necesario que la Iglesia asuma todo en los pueblos. Tenemos delante de nosotros un largo e importante proceso de inculturación para que el evangelio pueda penetrar en el fondo del alma de las culturas vivas. Alentar este proceso es responder a las aspiraciones profundas de los pueblos y ayudarlos a venir a la esfera de la misma fe» (A los intelectuales y artistas coreanos, Seúl, Corea, 5-V-1984, 2: AAS 76 (1984) 986).

Sin pretender dar aquí una doctrina completa de la incultu ración, querríamos simplemente recordar su fundamento en el misterio de Dios y de Cristo, en orden a investigar su significa ción para la misi6n de la Iglesia. Sin duda, la exigencia de inculturación se impone a todas las comunidades cristianas, pero tenemos que estar hoy más particularmente atentos a las situa ciones vividas por las Iglesias de Asia, de África, de Oceanía, de América del Sur o de América del Norte, tanto si se trata de nuevas Iglesias o de cristiandades ya antiguas (cfr. AG 22).

2. El fundamento de la inculturación

El fundamento doctrinal de la inculturación se encuentra, en primer lugar, en la diversidad y multitud de los seres creados que proviene de la intención de Dios creador, deseoso de que esta multitud diversificada ilustre más los innumerables aspectos de su bondad (cfr. Santo Tomás, Summa Theologiae I, q. 47, a .1). Todavía más se encuentra en el misterio del mismo Cristo: su encarnaci6n, su vida, su muerte y su resurrec ción.

En efecto, de la misma manera que el Verbo de Dios ha asumido en su propia persona una humanidad concreta y ha vivido todas las particularidades de la condición humana en un lugar, en un tiempo y en el seno de un pueblo, la Iglesia, a ejemplo de Cristo y por el don de su Espíritu, debe encarnarse en cada lugar, en cada tiempo y en cada pueblo (cfr. Hch 2, 5-11).

De la misma manera que Jesús ha anunciado el evangelio sirviéndose de todas las realidades familiares que constituían la cultura de su pueblo, la Iglesia no puede dejar de tomar, para la construcción del Reino, elementos venidos de las culturas humanas.

Jesús decía: «Convertíos y creed al evangelio» (Mc 1, 15). Él se ha enfrentado con el mundo pecador hasta la muerte en la cruz, para hacer a los hombres capaces de esta conversión y de esta fe. Ahora bien, con las culturas sucede como con las personas: no hay inculturación conseguida sin que se denuncien los límites, los errores y el pecado que habitan en ellas. Toda cultura debe aceptar el juicio de la cruz sobre su vida y sobre su lenguaje.

Cristo ha resucitado revelando plenamente el hombre a sí mismo y comunicándole los frutos de una redención perfecta. Igualmente, una cultura que se convierte al evangelio encuentra en él su propia liberación y saca a la luz riquezas nuevas que son, a la vez, dones y promesas de resurrección.

En la evangelización de las culturas y la inculturación del evangelio se produce un misterioso intercambio: por una parte, el evangelio revela a cada cultura y libera en ella la verdad última de los valores de que es portadora; por otra, cada cultura expresa el evangelio de manera original y manifiesta nuevos aspectos de él. La inculturación es así un elemento de la recapitulación de todas las cosas en Cristo (Ef 1, 10) y de la catolicidad de la Iglesia.

3. Aspectos diversos de la inculturación

La inculturación repercute profundamente en todos los as pectos de la existencia de la Iglesia. Retengamos aquí lo que afecta a su vida y su lenguaje.

En el campo de la vida, la inculturaci6n consiste en que las formas y figuras concretas de expresión y de organización de la institución eclesial correspondan, del modo mejor, a los valores positivos que constituyen la personalidad de una cultura. Consiste también en una presencia positiva y un compromiso activo con respecto a los problemas humanos más fundamentales que exis ten en ella. La inculturación no es solamente tomar en cuenta tradiciones culturales, es también una acción al servicio de todo el hombre y de todos los hombres; penetra y transforma todas las relaciones; estando atenta a los valores del pasado, mira también al futuro.

En el campo del lenguaje (entendido aquí en el sentido antropológico y cultural), la inculturación consiste, en primer lugar, en el acto de apropiación del contenido de la fe en las palabras y las categorías de pensamiento, los símbolos y los ritos de una cultura dada. Exige después la elaboración de una respuesta doctrinal, a la vez, fiel y nueva, constructiva, pero postuladora de la conversión, frente a los problemas nuevos de pensamiento y de ética, ligados a las aspiraciones y a los rechazos, a los valores y a las desviaciones de esta cultura.

Si las culturas son diversas, la condición humana es una; por ello, la comunicación entre las culturas no sólo es posible, sino necesaria. Así, el evangelio, que se dirige a lo más profundo del hombre, tiene un valor transcultural y su identidad debe poder ser reconocida de cultura en cultura. Esto requiere la apertura de cada cultura a las otras culturas. Baste recordar aquí estas palabras de la exhortación apostólica Catechesi tradendae: «Podemos aseverar que tanto a la catequesis como a la evangelización en general se le propone introducir la fuerza del evangelio en lo más íntimo de la cultura y de las formas de la misma cultura» (CT 53).

Por su presencia y su compromiso en la historia de los hombres, el nuevo pueblo de Dios es conducido siempre hacia situaciones nuevas. Tiene, por tanto, que retomar sin cesar el esfuerzo de anunciar el evangelio en el corazón de la cultura y de las culturas. Hay, sin embargo, situaciones y épocas que exigen un esfuerzo particular. Así sucede hoy, especialmente, para la evangelización de los pueblos de Asia, de África, de Oceanía, de América del Sur y del Norte. Sean Iglesias nuevas o Iglesias ya más antiguas, estas Iglesias, que podemos llamar «no europeas», se encuentran en una situación particular con respecto a la inculturación. Los misioneros que han llevado el evangelio trans mitieron inevitablemente con él elementos de su propia cultura. Por definición no podían hacer lo que debía ser tarea propia de los cristianos que viven en las culturas recientemente evangelizadas. Como lo ha señalado Juan Pablo II ante los Obispos del Zaire, «la evangelización comporta etapas y profundizaciones» (Discurso a los Obispos del Zaire, Kinshasa, 3-V-1980, 2: AAS 72 (1980) 431). Por esto, parece que ha llegado el momento en que bastantes Iglesias no europeas, tomando conciencia por vez primera de su propia originalidad y de las tareas que les incumben, deben crearse, en los campos de la vida y de la palabra, nuevas formas de expresión del único evangelio. Sean las que fueren las difi cultades que encuentren estas comunidades y las dilaciones necesarias para tal empresa, el esfuerzo que ellas llevan adelante en comunión con la Santa Sede y con la ayuda del conjunto de la Iglesia se muestra decisivo para el futuro de la evangelización.

En esta tarea global, la promoción de la justicia, sin duda, no es más que un elemento, pero un elemento importante y urgente. El anuncio del evangelio debe asumir el reto tanto de las injusticias locales como de la injusticia planetaria. Es verdad que en este campo se han manifestado ciertas desviaciones de naturaleza político-religiosa. Pero tales desviaciones no deben llevar al recelo o al olvido de la tarea necesaria de la promoción de la justicia. Muestran más bien la urgencia de un discernimiento teológico fundado en instrumentos de análisis tan científicos como sea posible, sometidos siempre a la luz de la fe. Por otra parte, como las injusticias locales son muy frecuentemente solidarias de la injusticia planetaria sobre la que llamó vigorosa mente la atenci6n el papa Pablo VI en Populorum progressio, la promoción de la justicia concierne a la Iglesia católica extendida en el universo entero, es decir, requiere la ayuda mutua de todas las Iglesias particulares y la ayuda de la Sede de Roma.

Fuente: La versión utilizada corresponde a: Comisión Teológica Internacional, Documentos 1969-1996, Veinticinco años de servicio a la teología de la Iglesia, BAC, Madrid 1998, Págs. 342-347.

4.3.2 Documento La Fe y la Inculturación (1987)

Texto aprobado «in forma specifica» por la Comisión Teológica Internacional

1. La Comisión Teológica Internacional ha tenido ocasión, muchas veces, de reflexionar sobre las relaciones entre la fe y la cultura (Véanse los textos La unidad de la fe y el pluralismo teológico (1972), Promoción humana y salvación cristiana (1976), Doctrina católica sobre el matrimonio (1977), Cuestiones selectas de Cristología(1979)). En 1984 ha hablado directamente de la inculturación de la fe en el misterio de la Iglesia, que hizo con ocasión del Sínodo extraordinario de 1985 (Temas selectos de Eclesiología (1984), 4). Por su parte, la Pontificia Comisión Bíblica tuvo su sesión plenaria de 1979 sobre el tema de la inculturación de la fe a la luz de la Escritura (Fede e cultura alla luce de la Biblia–Foi et culture à la lumière de la Bible, Torino, Editrice Elle Di Ci, 1981.).

2. Hoy la Comisión Teológica Internacional pretende llevar a cabo esta reflexión, de manera más profunda y más sistemática, por la importancia que este tema de la inculturación de la fe ha adquirido por todas partes en el mundo cristiano y por la insistencia con que el Magisterio de la Iglesia ha abordado este tema desde el Concilio Vaticano II.

3. Proporcionan la base para ello los documentos conciliares y los textos de los sínodos que los han prolongado. Así, en la constitución Gaudium et spes, el Concilio ha mostrado qué lecciones y qué consignas ha sacado la Iglesia de sus primeras experiencias de inculturación en el mundo greco-romano (cfr. GS 44). Después ha consagrado un capítulo entero de ese documento a la promoción de la cultura (el sano fomento del progreso cultural) (GS 53-62). Tras haber descrito la cultura como un esfuerzo por una más plena humanidad y por una mejor acomodación del universo, el Concilio ha considerado largamente las relaciones entre la cultura y el mensaje de la salvación. A continuación ha enunciado algunos de los deberes más urgentes de los cristianos con respecto a la cultura: defensa del derecho de todos a la cultura, promoción de una cultura integral, armonización de las relaciones entre cultura y cristianismo. El Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia y la Declaración sobre las religiones no cristianas retoman algunas de estas orientaciones. Dos sínodos ordinarios han tratado expresamente de la evangelización de las culturas, el de 1974 consagrado a la evangelización (cfr. EN 18-20) y el de 1977 sobre la formación catequética (cfr. CT 53). El Sínodo de 1985, que celebraba el vigésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, ha hablado de la inculturación como «una íntima transformación de los auténticos valores culturales por su integración en el cristia nismo y la radicación del cristianismo en todas las culturas humanas» (Segunda Asamblea general extraordinaria (1985), Relación finalEcclesia sub verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi, II, D, 4: EV 9/1779-1818).

4. Por su parte, el papa Juan Pablo II ha asumido, de manera especial y con todo el corazón, la evangelización de las culturas: el diálogo de la Iglesia y de las culturas reviste, a sus ojos, una importancia vital para el futuro de la Iglesia y del mundo. El Santo Padre ha creado un organismo curial especia lizado para que le ayude en esta gran obra: el Consejo Pontificio para la Cultura (Creación del Pontificio Consejo para la Cultura. Carta al Secretario de Estado, Roma, 20-V-1982: AAS 74 (1982) 683-688). Por lo demás, la Comisión Teológica Interna cional se alegra de poder reflexionar hoy con este Dicasterio sobre la inculturación de la fe.

5. Apoyándose en la convicción de que «la Encarnación del Verbo ha sido también una encarnación cultural», el Papa afirma que las culturas comparables analógicamente con la humanidad de Cristo, en lo que tienen de bueno, pueden jugar un papel positivo de mediación para la expresión y la irradiación de la fe cristiana (Discurso a los profesores, universitarios y hombres de cultura en la Universidad de Coimbra, Portugal, 15-V-1982, 5: IGP2 V/2 (1982) 1695; Discurso a la Conferencia Episcopal de Kenia, Nairobi, 7-V-1980, 6: AAS 72 (1980) 497).

6. Dos temas esenciales están vinculados a estas perspecti vas. En primer lugar, el de la trascendencia de la Revelación con respecto a las culturas en que se expresa. En efecto, la Palabra de Dios no podría identificarse o vincularse de modo exclusivo a los elementos de cultura que la transmiten. El evangelio, donde se implanta, impone frecuentemente incluso una conversión de las mentalidades y una enmienda de las costumbres: también las culturas deben ser purificadas y restauradas en Cristo.

7. El segundo gran tema del magisterio de Juan Pablo II se refiere a la urgencia de la evangelización de las culturas. Esta tarea supone que se comprendan y se penetren las identidades culturales particulares con una simpatía crítica y que, con un cuidado de universalidad congruente con la realidad propiamente humana de todas las culturas, se favorezcan los intercambios entre ellas. El Santo Padre fundamenta así la evangelización de las culturas sobre una concepción antropológica fuertemente enraizada en el pensamiento cristiano ya desde los Padres de la Iglesia. Porque la cultura cuando es correcta revela y fortifica la naturaleza del hombre, la impregnación cristiana de la cultura supone la superación de todo historicismo y de todo relativismo en la concepción de lo humano. La evangelización de las culturas debe, por ello, inspirarse en el amor del hombre en sí mismo y por sí mismo, especialmente en los aspectos de su ser y de su cultura que están atacados o amenazados (Discurso a la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura, 18-I-1983, 7: AAS 75 (1983) 386).

8. A la luz de este magisterio, como también de la reflexión que el tema de la inculturación de la fe ha suscitado en la Iglesia, propondremos, en primer lugar, una antropología cristiana que sitúa la naturaleza, la cultura y la gracia en su relación mutua. Veremos a continuación el proceso de inculturación que se realiza en la historia de la salvación: antiguo Israel, vida y obra de Jesús, Iglesia primitiva. Una última sección tratará de los problemas que actualmente se plantean a la fe por el encuentro con la piedad popular, las religiones no cristianas, la tradición cultural de las Iglesias jóvenes y, finalmente, los diversos aspectos de la modernidad.

I. Naturaleza, cultura y gracia

1. Los antropólogos recurren de buena gana, para describir o definir la cultura, a la distinción, que se hace a veces oposición, entre «naturaleza» y cultura. Por lo demás, el significado de la palabra naturaleza cambia según las diversas concepciones de las ciencias de la observación, de la filosofía y de la teología. El Magisterio entiende esta palabra en un sentido muy preciso: la naturaleza de un ser es lo que lo constituye como tal, con el dinamismo de sus tendencias hacia sus finalidades propias. Las naturalezas tienen de Dios lo que son, como también sus fines propios. Por eso están llenas de un significado en el que el hombre, en cuanto imagen de Dios, es capaz de leer «el designio querido por el Creador» (HV 13).

2. Las inclinaciones fundamentales de la naturaleza humana, expresadas por la ley natural, aparecen entonces como una expresión de la voluntad del Creador. Esta ley natural declara las exigencias específicas de la naturaleza humana, exigencias que son significativas del designio de Dios sobre su creatura razonable y libre. De este modo queda descartado todo malentendido que, percibiendo la naturaleza en un sentido univoco, reduciría el hombre a la naturaleza material.

3. A la vez, conviene considerar a la naturaleza humana según su despliegue concreto en el tiempo de la historia: lo que el hombre dotado de una libertad falible, sometida frecuente mente a las pasiones, ha hecho de su humanidad. Esta herencia, transmitida a las generaciones nuevas, implica a la vez tesoros inmensos de sabiduría, de arte y de generosidad, y un lote considerable de desviaciones y de perversiones. La atención se dirige entonces juntamente a la naturaleza humana y a la condi ción humana, expresión que integra datos existenciales, de los que algunos —el pecado y la gracia— tocan la historia de la salvación. Si, por tanto, utilizamos la palabra «cultura» en primer lugar en un sentido positivo —por ejemplo, como sinónima de desarrollo—, como han hecho el Concilio Vaticano II y los Papas recientes, no olvidamos que las culturas pueden perpetuar y favorecer opciones de orgullo y de egoísmo.

4. La cultura se comprende en la prolongación de las exigencias de la naturaleza humana, como cumplimiento de sus finalidades; así lo enseña especialmente la constitución Gaudium et spes: «Es propio de la persona humana no llegar a la verdadera y propia humanidad si no es mediante la cultura, es decir, cultivando los bienes y los valores de la naturaleza... En sentido general, con la palabra cultura se indica todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus múltiples cualidades de alma y cuerpo» (GS 53). Los campos de la cultura son, por tanto, muchos: el hombre «procura someter el mismo orbe de la tierra por el conocimiento y el trabajo; hace más humana la vida social..., por el progreso de las costumbres y de las instituciones; finalmente expresa, conserva y comunica a través del tiempo, en sus obras, las grandes experiencias espirituales y las aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos e incluso a todo el género humano» (Ibid.).

5. El sujeto primero de la cultura es la persona humana considerada según todas las dimensiones de su ser. El hombre se cultiva —en esto consiste la finalidad primera de la cultura—, pero lo hace gracias a obras de cultura y a una memoria cultural. Así, la cultura designa también el medio en el cual y gracias al cual las personas pueden crecer.

6. La persona humana es un ser de comunión: se expande dando y recibiendo. Por ello, la persona progresa en solidaridad con los otros y a través de los lazos sociales vivos. Así, realidades como la nación, el pueblo, la sociedad, con su patrimonio cultural, constituyen para el desarrollo de la persona «un medio histórico y determinado..., del que [el hombre] obtiene los valores para promover la civilización» (Ibid.).

7. La cultura que es siempre una cultura concreta y parti cular está abierta a los valores superiores comunes a todos los hombres. La originalidad de una cultura no significa, por tanto, repliegue sobre sí misma, sino contribución a una riqueza que es bien de todos los hombres. Por ello, el pluralismo cultural no podría interpretarse como la yuxtaposición de universos cerrados, sino como la participación en el concierto de realidades, orien tadas todas ellas hacia los valores universales de la humanidad. Los fenómenos de penetración recíproca de las culturas, frecuentes en la historia, ilustran esta apertura fundamental de las culturas particulares a los valores comunes a todos los hombres, y por ello la apertura de las culturas entre sí.

8. El hombre es un ser naturalmente religioso. La orienta ción hacia el Absoluto está inscrita en su ser profundo. La religión, en sentido amplio, es parte integrante de la cultura en que se enraíza y que desarrolla. Por ello, todas las grandes culturas implican la dimensión religiosa como clave de bóveda del edificio que constituyen, dimensión que inspira las grandes realizaciones que han marcado la historia milenaria de las civilizaciones.

9. En la raíz de las grandes religiones está el movimiento ascendente del hombre a la búsqueda de Dios. Purificado de sus desviaciones y defectos, este movimiento debe ser objeto de un respeto sincero. Sobre él se injerta el don de la fe cristiana. Porque lo que distingue a la fe cristiana es ser libre adhesión a la propuesta del amor gratuito de Dios que se nos revela, que nos ha dado a su Hijo único para liberamos del pecado y que ha derramado su Espíritu en nuestros corazones. En este don que Dios hace de sí mismo a la humanidad reside la radical originalidad cristiana frente a todas las aspiraciones, demandas, conquistas y adquisiciones de la naturaleza.

10. La fe cristiana, porque trasciende todo el orden de la naturaleza y de la cultura, por una parte, es compatible con todas las culturas en lo que tienen de conforme con la recta razón y la buena voluntad, y por otra parte, es ella misma, en grado eminente, un factor dinamizante de cultura. Un principio ilumina el conjunto de las relaciones entre la fe y la cultura: la gracia respeta la naturaleza, la cura de las heridas del pecado, la conforta y la eleva. La elevación a la vida divina es la finalidad específica de la gracia, pero no puede realizarse sin que la naturaleza sea sanada y sin que la elevación al orden sobrenatural lleve la naturaleza, en su línea propia, a una plenitud de perfección.

11. El proceso de inculturación puede definirse como el esfuerzo de la Iglesia por hacer penetrar el mensaje de Cristo en un determinado medio socio-cultural, llamándolo a crecer según todos sus valores propios, en cuanto son conciliables con el evangelio. El término inculturación incluye la idea de crecimiento, de enriquecimiento mutuo de las personas y de los grupos, del hecho del encuentro del evangelio con un medio social. Según Juan Pablo II, en los grandes apóstoles de los eslavos «se encuentra un ejemplo de lo que hoy se llama inculturación, a saber: la inserción del evangelio en una cultura autóctona y la intro ducción de esa misma cultura en la vida de la Iglesia» (Encíclica Slavorum apostoli, (2-VI-1985), 21: AAS 77 (1985) 802).

II. Inculturación e historia de la salvación

Israel, pueblo de la Alianza.

Jesucristo, Señor y Salvador del mundo.

El Espíritu Santo y la Iglesia de los Apóstoles.

1. Consideramos las relaciones de la naturaleza, de la cultura y de la gracia en la historia concreta de la Alianza de Dios con la humanidad. En esta historia que comienza con un pueblo particular, culmina en un hijo de ese pueblo que es también Hijo de Dios, y a partir de él se extiende a todas las naciones de la tierra, se muestra «la admirable condescendencia de la Sabiduría eterna» (Concilio Vaticano II, Const. Dogmática Dei Verbum, 13: AAS 58 (1966) 824.).

Israel, pueblo de la Alianza

2. Israel se ha comprendido a sí mismo como formado de modo inmediato por Dios. También el Antiguo Testamento, la Biblia del antiguo Israel, es el testigo permanente de la revelación del Dios vivo a los miembros de un pueblo escogido. En su forma escrita, esta revelación lleva también los rasgos de las experiencias culturales y sociales del milenio en el que este pueblo y las civilizaciones circundantes se han encontrado mutuamente en la historia. El antiguo Israel ha nacido en un mundo que habrá dado ya a luz grandes culturas, y ha crecido en conexión con ellas.

3. Las más antiguas instituciones de Israel (por ejemplo, la circuncisión, el sacrificio de primavera, el reposo sabático) no le son específicas. Las ha tomado de los pueblos vecinos. Una gran parte de la cultura de Israel tiene un origen parecido. Sin embargo, el pueblo de la Biblia ha hecho que estos préstamos, cuando los ha incorporado a su fe y a su práctica religiosa, sufrieran cambios profundos. Los ha discernido a través de la fe en el Dios personal de Abrahán (creador libre y ordenador sabio del universo, en el que el pecado y la muerte no pueden tener su origen). El encuentro con este Dios, vivido en la Alianza, permitió comprender al hombre y a la mujer como seres perso nales y, consecuentemente, rechazar los comportamientos inhu manos inherentes a otras culturas.

4. Los autores bíblicos han utilizado y, a la vez, transfor mado las culturas de su tiempo para narrar, a través de la historia de un pueblo, la acción salvífica que Dios hará culminar en Jesucristo, y para unir a los pueblos de todas las culturas, llamados a formar un solo cuerpo, del que Cristo es la cabeza.

5. En el Antiguo Testamento, culturas fundidas y transfor madas son puestas al servicio de la revelación del Dios de Abrahán, vivida en la Alianza y consignada en la Escritura. Fue una preparación única, en el plano cultural y religioso, para la venida de Jesucristo. En el Nuevo Testamento, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, revelado y manifestado más profundamente en la plenitud del Espíritu, invita a todas las culturas a dejarse transformar por la vida, la enseñanza, la muerte y la resurrección de Jesucristo.

6. Aunque los paganos son «injertados en Israel» (cfr. Rm 11, 11-24), hay que subrayar que el plan original de Dios se refiere a toda la creación (cfr. Gn 1, 1-2.4a). En efecto, se concluyó una Alianza, por medio de Noé, con todos los pueblos de la tierra que están dispuestos a vivir en la justicia (cfr. Gn 9, 1-17; Eclo 44, 17-19). Esta Alianza es anterior a las que se hicieron con Abrahán y con Moisés. A partir de Abrahán, Israel está llamado a comunicar a todas las familias de la tierra las bendiciones que ha recibido (Gn 12, 1-5; Jer 4, 2; Eclo 44, 21).

7. Señalemos, por otra parte, que los diversos aspectos de la cultura de Israel no mantienen las mismas relaciones con la revelación divina. Algunos atestiguan la resistencia a la Palabra de Dios, mientras que otros expresan su aceptación. Entre estos últimos hay que distinguir todavía entre lo provisorio (prescrip ciones rituales y judiciales) y lo permanente, de alcance universal. Ciertos elementos «en la Ley de Moisés, los profetas y los salmos» (Lc 24, 44; cfr. v. 27) tienen precisamente el sentido de ser la prehistoria de Jesús.

Jesucristo, Señor y Salvador del mundo

I. La trascendencia de Jesucristo con respecto a toda cultura

8. Una convicción domina la predicación de Jesús: en él, en su palabra y en su persona, Dios hace culminar, superándolos, los dones que ya había otorgado a Israel y al conjunto de las naciones (Mc 13, 10; Mt 12, 21; Lc 2, 32). Jesús es la luz soberana y la verdadera sabiduría para todas las naciones y todas las culturas (Mt 11, 19; Lc 7, 35). En su misma actividad muestra que el Dios de Abrahán, ya reconocido por Israel como creador y Señor (Sal 93, 1-4; Is 6, 1), se dispone a reinar sobre todos los que creerán al evangelio; más aún, Dios reina ya por Jesús (Mc 1, 15; Mt 12, 28; Lc 11, 20; 17, 21).

9. La enseñanza de Jesús, especialmente en las parábolas, no teme corregir y, si el caso lo pide, rechazar no pocas ideas sobre la naturaleza de Dios y su obrar que la historia, la religión practicada de hecho y la cultura han sugerido a sus contempo ráneos (Mt 20, 1-16; Lc 15, 11-32; 18, 9-14).

10. La intimidad completamente filial de Jesús con Dios y la obediencia amorosa que le hace ofrecer su vida y su muerte a su Padre (Mc 14, 36) testifican que en él el designio original de Dios sobre la creación, viciado por el pecado, ha sido restaurado (Mc 1, 14-15; 10, 2-9; Mt 5, 21-48). Estamos ante una nueva creación y el nuevo Adán (Rm 5, 12-19; 1 Cor 15, 20-22). También las relaciones con Dios en muchos aspectos están profundamente cambiadas (Mc 8, 27-33; 1 Cor 1, 18-25). La novedad es tal que la maldición que golpea al Mesías crucificado se convierte en bendición para todos los pueblos (Gal 3, 13; Dt 21, 22-23), y que la fe en Jesús salvador sustituye al régimen de la Ley (Gal 3, 12-14).

11. La muerte y la resurrección de Jesús, gracias a las cuales el Espíritu ha sido derramado en los corazones, han mostrado las insuficiencias de las sabidurías y de las morales meramente humanas, e incluso de la Ley aunque dada a Moisés por Dios, todas ellas instituciones capaces de dar el conocimiento del bien, pero no la fuerza para cumplirlo; el conocimiento del pecado, pero no el poder de sustraerse a él (Rm 7, 16ss; 3,20; 7, 7; 1 Tim 1, 8).

II. La presencia de Cristo con respecto a la cultura y a las culturas

A) La particularidad de Cristo, Señor, y Salvador universal

12. La encarnación del Hijo de Dios, por haber sido integral y concreta, fue una encarnación cultural. «El mismo Cristo por su encarnación se unió a determinadas condiciones sociales y culturales de los hombres con los que convivió» (AG 10).

13. El Hijo de Dios ha querido ser un judío de Nazaret en Galilea, que hablaba arameo, estaba sometido a padres piadosos de Israel, los acompañaba al Templo de Jerusalén, donde lo encuentran «sentado en medio de los doctores, oyéndolos y preguntándoles» (Lc 2, 46). Jesús crece en medio de las costum bres y de las instituciones de la Palestina del siglo I, aprendiendo los oficios de su época, observando el comportamiento de los pescadores, de los campesinos y de los comerciantes de su ambiente. Las escenas y los paisajes de los que se nutre la imaginación del futuro rabino son de un país y de una época bien determinados.

14. Nutrido con la piedad de Israel, formado por la ense ñanza de la Ley y de los profetas, a la que una experiencia completamente singular de Dios como Padre permite dar una profundidad inaudita, Jesús se sitúa en una tradición espiritual bien determinada, la del profetismo judío. Como los profetas de otro tiempo, él es la boca de Dios y llama a la conversión. La manera es igualmente muy típica: el vocabulario, los géneros literarios, los procedimientos de estilo, todo recuerda la línea de Elías y Eliseo: el paralelismo bíblico, los proverbios, las paradojas, las amonestaciones, las bienaventuranzas y hasta las acciones simbólicas.

15. Jesús está de tal manera ligado a la vida de Israel que el pueblo y la tradición religiosa en que se sitúa tienen, por este mismo hecho, algo de singular en la historia de la salvación de los hombres: este pueblo elegido y la tradición religiosa que ha dejado tienen una significación permanente para la humanidad.

16. No. La encarnación no tiene nada de improvisación. El Verbo de Dios entra en una historia que lo prepara, lo anuncia y lo prefigura. Cristo, en primer lugar, se puede decir que forma cuerpo con el pueblo que Dios se ha preparado en orden del don que hará de su Hijo. Todas las palabras que han proferido los profetas preludian la Palabra subsistente que es el Hijo de Dios.

17. Así la historia de la alianza concluida con Abrahán y, por Moisés, con el pueblo de Israel, como también los libros que narran y explanan esta historia, conservan para los fieles de Jesús el papel de una pedagogía indispensable e insustituible. Por lo demás, la elección de este pueblo del que ha salido Jesús jamás ha sido revocada. Mis parientes según la carne —escribe Pablo— «son los Israelitas, de los que es la adopción filial y la gloria y la alianza y la legislación y el culto y las promesas, de los que son los padres, y de los que procede Cristo según la carne: que es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos. Amén» (Rm 9, 3-5). El buen olivo no ha perdido sus privilegios en favor del olivo salvaje que ha sido injertado en él (Rm 11, 24).

B) La catolicidad del Único

18. Por muy particular que sea la condición del Verbo hecho carne —y, por tanto, de la cultura que lo acoge, lo forma y lo prolonga—, el Hijo de Dios no se ha unido primariamente a esta particularidad. Porque Dios se ha hecho hombre, ha asumido también, en cierta manera, una raza, un país y una época. «Porque en él la naturaleza humana ha sido asumida, no suprimida, también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime. Pues el mismo Hijo de Dios, por su encarnación, de alguna manera, se unió con todo hombre» (GS 22).

19. La trascendencia de Cristo no lo aísla por encima de la familia humana, sino que lo hace presente a todo hombre, más allá de todo particularismo. «No se le puede considerar extranjero con respecto a nadie ni en ninguna parte» (AG 8, donde la afirmación se hace en plural hablando, a la vez, de Cristo y de la Iglesia). «Ya no hay judío ni griego, ya no hay esclavo ni libre, ya no hay varón ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 28). Cristo nos alcanza tanto en la unidad que formamos como en la multipli cidad y en la diversidad de los individuos en que se realiza nuestra naturaleza común.

20. Sin embargo, Cristo no nos alcanzaría en la verdad de nuestra humanidad concreta si no entrara en contacto con nosotros en la diversidad y la complementariedad de nuestras culturas. En efecto, las culturas —lengua, historia, actitud general ante la vida, instituciones diversas— nos acogen, para bien o para mal, en la vida, nos acompañan y nos prolongan. Si el cosmos entero es misteriosamente el lugar de la gracia y del pecado, ¿cómo no lo serían también nuestras culturas, que son los frutos y los gérmenes de la actividad propiamente humana?

21. En el Cuerpo de Cristo, las culturas, en la medida en que son animadas y renovadas por la gracia y la fe, son, por lo demás, complementarias. Ellas permiten ver la fecundidad mul tiforme de que son capaces las enseñanzas y las energías del mismo evangelio, así como los mismos principios de verdad, de justicia, de amor y de libertad, cuando están atravesados por el Espíritu de Cristo.

22. Finalmente hay que recordar que la Iglesia, esposa del Verbo encarnado, no se preocupa de la suerte de las diversas culturas de la humanidad por estrategia interesada. Quiere animar desde el interior estos recursos de verdad y de amor, que Dios ha dispuesto en su creación como semina Verbi; protegerlos y liberarlos del error y del pecado con que los hemos corrompido. El Verbo de Dios no viene a una creación que le sea extraña. «Todas las cosas han sido creadas por él y para él, y él es antes que todas las cosas y todas las cosas se mantienen en él» (Col 1, 16-17).

El Espíritu Santo y la Iglesia de los Apóstoles

I. De Jerusalén a las naciones: los comienzos característicos de la inculturación de la fe

23. El día de Pentecostés, la irrupción del Espíritu Santo inaugura la relación de la fe cristiana y de las culturas como un acontecimiento de cumplimiento y de plenitud: la promesa de la salvación, cumplida por Cristo resucitado, coima el corazón de los creyentes con la efusión del mismo Espíritu Santo. Las «maravillas de Dios» serán «publicadas» en adelante a todos los hombres de toda lengua y de toda cultura (Hch 2, 11). Mientras que la humanidad vive bajo el signo de la división de Babel, el don del Espíritu Santo se le ofrece como la gracia, trascendente y, sin embargo, muy humana, de la sinfonía de los corazones. La comunión divina (koinwnia) (Hch 2, 42) re-crea una nueva comunidad entre los hombres, penetrando, sin destruirlo, el signo de su división: las lenguas.

24. El Espíritu Santo no instaura una super-cultura, sino que es el principio personal y vital que va a vivificar la nueva comunidad en sinergia con sus miembros. El don del Espíritu Santo no es del orden de las estructuras, sino que la Iglesia de Jerusalén, que él forma, es koinwnia de fe y de agaph que se comunica en la pluralidad sin dividirse; es el Cuerpo de Cristo, cuyos miembros están unidos sin uniformidad. La primera prueba para la catolicidad apareció cuando diferencias ligadas a la cultura (tensiones entre Helenistas y Hebreos) amenazaban la comunión (Hch 6, 1ss). Los Apóstoles no suprimieron las diferencias, sino que desarrollaron una función esencial del Cuerpo eclesial: la diakonia al servicio de la koinwnia.

25. Para que la Buena Nueva sea anunciada a las naciones, el Espíritu Santo suscita un nuevo discernimiento en Pedro y en la comunidad de Jerusalén (Hch 10 y 11): la fe en Cristo no exige de los nuevos creyentes que abandonen su cultura para adoptar la Ley del pueblo judío: todos los pueblos están llamados a ser beneficiarios de la Promesa y a participar de la herencia confiada para ellos al Pueblo de la Alianza (Ef 2, 14-15). Por tanto, «nada más allá de lo necesario», según la decisión de la asamblea apostólica (Hch 15, 28).

26. Pero el misterio de la Cruz, escándalo para los judíos, es locura para los paganos. Aquí, la inculturación de la fe choca con el pecado radical que retiene «cautiva» (cfr. Rm 1, 18) la verdad de una cultura que no ha sido asumida por Cristo: la idolatría. Mientras el hombre «está privado de la gloria de Dios» (cfr. Rm 3, 23), todo lo que «cultiva» es imagen opaca de sí mismo. El kerigma paulino parte entonces de la Creación y de la vocación a la alianza, denuncia las perversiones morales de la humanidad ciega y anuncia la salvación en Cristo crucificado y resucitado.

27. Después de la prueba para la catolicidad entre comuni dades cristianas culturalmente diferentes, después de las resisten cias del legalismo judío y de la idolatría, en el gnosticismo la fe se entrega a la cultura. El fenómeno nace en la época de las últimas cartas de Pablo y de Juan; y alimentará la mayor parte de las crisis doctrinales de los siglos siguientes. Aquí la razón humana, en su estado vulnerado, rechaza la locura de la Encar nación del Hijo de Dios e intenta recuperar el Misterio acomo dándolo a la cultura reinante. Ahora bien, «la fe reposa no en la sabiduría de los hombres sino en el poder de Dios» (cfr. 1 Cor 2, 4ss).

II. La tradición apostólica: inculturación de la fe y salvación de la cultura

28. En los «últimos tiempos» inaugurados en Pentecostés, Cristo resucitado, Alfa y Omega, entra en la historia de los pueblos: desde entonces el sentido de la historia y, por tanto, de la cultura se desvela (Ap 5, 1-5), y el Espíritu Santo lo revela actualizándolo y comunicándolo a todos. La Iglesia es el sacra mento de esta Revelación y de esta comunión. Centra toda cultura en que Cristo es acogido, colocándola en el eje «del mundo futuro», y restaura la comunión rota por el «príncipe de este mundo». La cultura está así en situación escatológica: tiende hacia su cumplimiento en Cristo, pero sólo puede ser salvada asociándose al repudio del mal.

29. Cada Iglesia local o particular tiene vocación de ser, en el Espíritu Santo, el sacramento que manifiesta a Cristo, crucifi cado y resucitado, en la carne de una cultura particular:

a) La cultura de una Iglesia local —joven o antigua— participa del dinamismo de las culturas y de sus vicisitudes. Aunque está en situación escatológica, permanece sometida a las pruebas y a las tentaciones (cfr. Ap 2-3).

b) La «novedad cristiana» engendra en las Iglesias locales expresiones particulares culturalmente tipificadas (modalidades de las formulaciones doctrinales, simbolismos litúrgicos, tipos de santidad, directrices canónicas, etc.). Pero la comunión entre las Iglesias exige constantemente que la «carne» cultural de cada una no sirva de pantalla al mutuo reconocimiento en la fe apostólica y a la solidaridad en el amor.

c) Toda Iglesia enviada a las naciones sólo da testimonio de su Señor si con respecto a sus lazos culturales se conforma a él en la kénosis primera de su Encamación y en el abajamiento último de su Pasión vivificante. La inculturación de la fe es una de las expresiones de la Tradición apostólica, de la que Pablo subraya muchas veces cl carácter dramático (1 y 2 Cor passim).

30. Los escritos apostólicos y los testimonios patrísticos no limitan su visión de la cultura al servicio de la evangelización, sino que la integran en la totalidad del Misterio de Cristo. Para ellos, la creación es el reflejo de la Gloria de Dios, el hombre es su icono viviente, y en Cristo se ha dado la semejanza con Dios. La cultura es el lugar en que el hombre y el mundo son llamados a encontrarse en la Gloria de Dios. El encuentro falta o se oscurece en la medida en que el hombre es pecador. En el interior de la creación cautiva se vive la gestación «del universo nuevo» (Ap 21, 5): la Iglesia «gime» (cfr. Rm 8, 18-25). En ella y por ella, las creaturas de este mundo pueden vivir su redención y su transfiguración.

III. Problemas actuales de inculturación

La piedad popular.

Inculturación de la fe y religiones no cristianas.

Las jóvenes Iglesias y su pasado cristiano.

La fe cristiana y la modernidad.

1. La inculturación de la fe que hemos considerado en primer lugar, sobre todo, desde un punto de vista filosófico (naturaleza, cultura y gracia), y después desde el punto de vista de la historia y del dogma (la inculturación en la historia de la salvación), plantea todavía problemas considerables a la reflexión teológica y a la acción pastoral Así las cuestiones que el descu brimiento de nuevos mundos hizo surgir en el siglo XVI conti núan preocupándonos. ¿Cómo concordar con la fe las expresio­nes espontáneas de la religiosidad de los pueblos? ¿Qué actitud adoptar frente a las religiones no cristianas, especialmente frente a aquellas que están «conexas con el progreso de la cultura»? (NA 2). En nuestro tiempo han surgido cuestiones nuevas. ¿Cómo deben considerar las «jóvenes Iglesias», nacidas en nuestro siglo de la indigenización de comunidades cristianas ya existentes, su pasado cristiano y la historia cultural de sus pueblos respectivos? Final mente, ¿cómo debe el evangelio animar, purificar y fortificar el mundo nuevo en el que nos han hecho entrar especialmente la industrialización y la urbanización? Nos parece que estas cuatro cuestiones se imponen a quien reflexiona sobre las condiciones actuales de la inculturación de la fe.

La piedad popular

2. Por religiosidad popular en los países que han sido tocados por el evangelio se entiende generalmente la unión de la fe y de la piedad cristiana, por una parte, con la cultura profunda y formas de la religión anterior de las poblaciones, por otra. Se trata de esas devociones muy numerosas en que los cristianos expresan su sentimiento religioso en el lenguaje simple, entre otros, de la fiesta y de la peregrinación, de la danza y del canto. Se ha podido hablar de síntesis vital a propósito de esta piedad, ya que une «espíritu y cuerpo, comunión e institución, persona y comunidad, fe y patria, inteligencia y afecto» (DP 448). La calidad de la síntesis —como puede preverse— depende de la antigüedad y profundidad de la evangelización, así como de la compatibilidad de los antecedentes religiosos y culturales con la fe cristiana.

3. En la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, Pablo VI ha confirmado y alentado una valoración nueva de la piedad popular. «Estas expresiones [con las que se significan la búsqueda de Dios y la fe], aunque largo tiempo consideradas menos puras y, a veces, despreciadas, vuelven casi por todas partes a ser mejor estudiadas y conocidas por los hombres de nuestro tiempo» (EN 48).

4. «Si se orienta bien, sobre todo por una acción de evan gelización —continuaba Pablo VI— la misma [piedad popular] es rica también en muchos bienes. Pues muestra una sed de Dios que sólo pueden experimentar los sencillos y pobres de espíritu; da a los hombres la capacidad de darse y entregarse hasta el heroísmo cuando se trata de confesar la fe. Trae consigo un fino sentido para poder percibir los atributos inefables de Dios: a saber, su paternidad, providencia, la presencia de su amor per petuo y benevolente. Engendra en el interior del hombre tales actitudes que difícilmente pueden encontrarse semejantes o igua les: a saber, la paciencia, la conciencia de que la cruz ha de ser llevada en la vida diaria, el desapego, la abierta aceptación de los demás, la observancia de las obligaciones» (Ibid.).

5. Por lo demás, la fuerza y la profundidad de las raíces de la piedad popular se han manifestado claramente en este largo período de desestima, de que hablaba Pablo VI. Las expresiones de la piedad popular han sobrevivido a las numerosas prediccio nes de su desaparición, que la modernidad y los progresos del secularismo parecían garantizar. En muchas regiones del orbe han conservado e incluso aumentado el atractivo que ejercían sobre las multitudes.

6. Muchas veces se han denunciado las limitaciones de la piedad popular. Consisten en un cierto simplismo, fuente de diversas deformaciones de la religión, en concreto de supersti ciones. Se permanece en el nivel de manifestaciones culturales sin que una verdadera adhesión de fe y la expresión de esta fe se comprometan en el servicio del prójimo. La piedad popular, mal orientada, puede conducir incluso a la formación de sectas y poner así en peligro la verdadera comunidad eclesial. Ulterior mente tiene el peligro de ser manipulada, sea por poderes políticos, sea por fuerzas religiosas extrañas a la fe cristiana.

7. La conciencia de estos peligros invita a practicar una catequesis inteligente, que estime los méritos de una piedad popular auténtica y que sea, al mismo tiempo, capaz de discer nimiento. Una liturgia viva y adaptada está igualmente llamada a jugar un gran papel en la integración de una fe muy pura y de las formas tradicionales de vida religiosa de los pueblos. Sin duda alguna, la piedad popular puede aportar una contribución insustituible a una antropología cultural cristiana que permitiría reducir la distancia, a veces trágica, entre la fe de los cristianos y ciertas instituciones socio-económicas de orientación muy di ferente que rigen su vida diaria.

Inculturación de la fe y religiones no cristianas

I. Las religiones no cristianas

8. Desde sus orígenes, la Iglesia ha encontrado, en muchos niveles, la cuestión de la pluralidad de las religiones. Todavía hoy, los cristianos constituyen sólo alrededor de un tercio de la población mundial. Por lo demás, tendrán que vivir en un mundo que experimenta una simpatía creciente por el pluralismo en materia religiosa.

9. Teniendo en cuenta el puesto importante de la religión en la cultura, una Iglesia local o particular implantada en un medio socio-cultural no cristiano debe tener en cuenta muy seriamente los elementos religiosos de este medio. Esta preocu pación, por lo demás, será a la medida de la profundidad y de la vitalidad de estos datos religiosos.

10. Si se puede tomar un continente como ejemplo, habla remos de Asia, que ha visto nacer muchas de las grandes corrientes religiosas del mundo. El hinduismo, el budismo, el Islam, el confucionismo, el taoísmo y el sintoísmo, aunque ciertamente cada uno de estos sistemas religiosos en partes distintas del continente, están profundamente enraizados en los pueblos y muestran mucho vigor. La vida personal, como tam bién la actividad social y comunitaria, han sido marcadas, de manera decisiva, por estas tradiciones religiosas y espirituales. También las mismas Iglesias de Asia consideran la cuestión de las religiones no cristianas como una de las más importantes y urgentes. Son incluso el objeto de esa forma privilegiada de relación que es el diálogo.

II. El diálogo de las religiones

11. El diálogo con las otras religiones es parte integrante de la vida de los cristianos: por el intercambio, el estudio y el trabajo en común, este diálogo contribuye a una mejor inteligen cia de la religión del otro y al crecimiento en la piedad.

12. Para la fe cristiana, la unidad de todos en su origen y en su destino, es decir, en la creación y en la comunión con Dios en Jesucristo, va acompañada de la presencia y de la acción universal del Espíritu Santo. La Iglesia en diálogo escucha y aprende. «La Iglesia católica no rechaza nada de lo que es verdadero y santo en estas religiones. Con sincero respeto considera aquellas maneras de obrar y vivir, aquellos preceptos y doctrinas que, aunque discrepen en muchos puntos de los que ella tiene y propone, sin embargo frecuentemente traen consigo un rayo de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» (NA 2).

13. Este diálogo tiene algo de original, ya que, como lo atestigua la historia de las religiones, la pluralidad de las religiones ha engendrado frecuentemente discriminación y celos, fanatismo y despotismo, cosas todas que han valido a la religión la acusación de ser fuente de división en la familia humana. La Iglesia, «sacramento universal de salvación» (LG 48), es decir, «signo e instru mento de la unión intima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1), es llamada por Dios a ser ministra e instru mento de la unidad en Jesucristo para todos los hombres y todos los pueblos.

III. La trascendencia del evangelio con respecto a la cultura

14. Sin embargo, no podemos olvidar la trascendencia del evangelio con respecto a todas las culturas humanas en las que la fe cristiana tiene vocación de enraizarse y de desarrollarse según todas sus virtualidades. En efecto, por grande que deba ser el respeto por lo que es verdadero y santo en la herencia cultural de un pueblo, sin embargo esta actitud no pide que se preste un carácter absoluto a esta herencia cultural. Nadie puede olvidar que, desde los orígenes, el evangelio ha sido «escándalo para los judíos y locura para los gentiles» (1 Cor 1,23). La inculturación que toma el camino del diálogo entre las religiones no podría, en modo alguno, dar ocasión al sincretismo.

Las jóvenes Iglesias y su pasado cristiano

15. La Iglesia prolonga y actualiza el misterio del Siervo de Yahveh, al que ha sido prometido: «te pondré como luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta los confines de la tierra» (Is 49, 6); él será «la Alianza del pueblo» (Is 49, 8). Esta profecía se realiza en la última Cena, cuando, la víspera de su Pasión, Cristo, rodeado de los Doce, da a los suyos su cuerpo y su sangre como comida y bebida de la Nueva Alianza, asimilándolos así en su propio cuerpo. Nacía la Iglesia, pueblo de la Nueva Alianza. En Pentecostés recibirá el Espíritu de Cristo, el Espíritu del Cordero inmolado desde los orígenes y que ya trabajaba para satisfacer el anhelo tan profundamente enraizado en los seres humanos: la unión más radical en el respeto más radical de la diversidad.

16. En virtud de la comunión católica que une todas las Iglesias particulares en una misma historia, las jóvenes Iglesias consideran el pasado de las Iglesias que les han dado nacimiento como una parte de su propia historia. Sin embargo, el acto decisivo de interpretación que señala su madurez espiritual con siste en reconocer esta anterioridad como originaria y no sólo como histórica. Esto significa que, acogiendo con fe el evangelio que les han anunciado las Iglesias más antiguas, las jóvenes Iglesias han acogido al mismo «guía del camino de la fe» (Hb 12, 2) y la entera Tradición en la que la fe está atestiguada, así como la capacidad de engendrar formas originales en que se expresará la fe única y común. Iguales en dignidad, viviendo del mismo misterio, auténticas Iglesias-hermanas, las jóvenes Iglesias manifiestan, juntamente con las que les son mayores, la plenitud del misterio de Cristo.

17. La Iglesia, pueblo de la Nueva Alianza, en cuanto que hace memoria del misterio pascual y anuncia sin cesar la vuelta del Señor, puede decirse escatología comenzada de las tradiciones culturales de los pueblos, a condición, sin duda, de que estas tradiciones hayan sido sometidas a la ley purificadora de la muerte y de la resurrección en Jesucristo.

18. Como san Pablo en el Areópago de Atenas, la joven Iglesia hace una lectura nueva y creativa de la cultura ancestral. Cuando esta cultura pasa a Cristo, «se quita el velo» (2 Cor 3, 16). En el tiempo de incubación de la fe, esta Iglesia había descubierto a Cristo como «exegeta y exégesis» del Padre en el Espíritu (cfr. H. De Lubac,Exégèse médiévale, t. 1 (París 1959) 322-324. Pio XII, Encíclica Summi Pontificatus (20-X-1939): AAS 31 (1939) 429); por lo demás, no cesa de contemplarlo como tal. Ahora lo descubre «exegeta y exégesis» del hombre, fuente y destinatario de la cultura. Al Dios desconocido, revelado en la cruz, corresponde el hombre desconocido que la joven Iglesia anuncia en su cualidad de misterio pascual vivo, inaugurado por gracia en la antigua cultura.

19. En la salvación que hace presente, la joven Iglesia se esfuerza por encontrar todos los vestigios de la solicitud de Dios por un grupo humano particular, los semina Verbi. Lo que el pró logo de la Carta a los Hebreos dice de los Padres y de los pro fetas, puede tomarse y vale, de alguna manera, analógicamente de toda cultura humana con respecto a Jesucristo, en lo que es recto y verdadero en las culturas y en lo que contienen de sa biduría.

La fe cristiana y la modernidad

20. Las mutaciones técnicas que han provocado la revolu ción industrial y después la revolución urbana han afectado al alma profunda de las poblaciones, beneficiarias y también muy frecuentemente víctimas de estos cambios. Por ello, se impone a los creyentes, como una tarea urgente y difícil, comprender la cultura moderna en sus rasgos característicos, como también en sus expectaciones y sus necesidades con respecto a la salvación aportada por Jesucristo.

21. La revolución industrial fue igualmente una revolución cultural. Valores asegurados hasta entonces se pusieron en cues tión, como el sentido del trabajo personal y comunitario, la relación directa del hombre a la naturaleza, la pertenencia a una familia de apoyo tanto en la cohabitación como en el trabajo, el enraizamiento en comunidades locales y religiosas de dimensiones humanas, la participación en tradiciones, ritos, ceremonias y celebraciones que dan sentido a los grandes momentos de la existencia. La industrialización, provocando un amontonamiento desordenado de las poblaciones, aporta graves perjuicios a estos valores seculares, sin suscitar comunidades capaces de integrar nuevas culturas. En un momento en que los pueblos más indefensos están buscando un modelo apropiado de desarrollo, se perciben mejor tanto las ventajas como los riesgos y los costes humanos de la industrialización.

22. Se han realizado grandes progresos en muchos campos de la vida: alimentación, salud, educación, transportes, acceso a los bienes de consumo de toda especie. Sin embargo, inquietudes profundas surgen en el inconsciente colectivo. En muchos países, la idea de progreso ha cedido el puesto, sobre todo después de la segunda guerra mundial, al desencanto. La racionalidad en materia de producción y de administración, cuando olvida el bien de las personas, trabaja contra la razón. La emancipación con respecto a las comunidades de pertenencia ha enterrado al hombre en la multitud solitaria. Los nuevos medios de comuni cación destruyen de la misma manera que pueden unir. La ciencia por las creaciones técnicas que son su fruto, aparece, a la vez, creadora y homicida. Por ello, algunos desesperan de la moder nidad y hablan de una nueva barbarie. A pesar de tantos fracasos y faltas, es necesario esperar una reacción moral de todas las naciones, ricas y pobres. Si el evangelio es predicado y escuchado, es posible una conversión cultural y espiritual: ésta llama a la solidaridad, al cuidado por el bien integral de la persona, a la promoción de la justicia y de la paz, a la adoración del Padre, del que procede todo bien.

23. La inculturación del evangelio en las sociedades moder nas exigirá un esfuerzo metódico de búsqueda y de acción concertadas. Este esfuerzo supondrá en los responsables de la evangelización: 1) una acritud de acogida y de discernimiento crítico; 2) la capacidad de percibir las expectaciones espirituales y las aspiraciones humanas de las nuevas culturas; 3) la aptitud para el análisis cultural en orden a un encuentro efectivo con el mundo moderno.

24. En efecto, se requiere una actitud de acogida en quien quiere comprender y evangelizar el mundo de este tiempo. La modernidad está acompañada de progresos innegables en muchos campos, materiales y culturales: bienestar, movilidad humana, ciencia, investigación, educación, nuevo sentido de la solidaridad. Además, la Iglesia del Vaticano II ha tomado una viva conciencia de las nuevas condiciones en las que debe ejercer su misión, y en las culturas de la modernidad se construye la Iglesia de mañana. A propósito del discernimiento se aplica la consigna tradicional repetida por Pío XII: hay que «conocer más y mejor la cultura y las instituciones de los diversos pueblos y cultivar y promover sus valores y dotes espirituales... Todo lo que en las costumbres de los pueblos no está indisolublemente ligado a supersticiones y errores debe considerarse siempre con benevo lencia y, si es posible, conservarse intacto y protegido» (Encíclica Summi Pontificatus (20-X-1939): AAS 31 (1939) 429).

25. El evangelio suscita cuestiones fundamentales en quien reflexiona sobre el comportamiento del hombre moderno: ¿Có mo hacer comprender a este hombre la radicalidad del mensaje de Cristo: la caridad incondicional, la pobreza evangélica, la adoración del Padre y el asentimiento constante a su voluntad? ¿Cómo educar en el sentido cristiano del sufrimiento y de la muerte? ¿Cómo suscitar la fe y la esperanza en la obra de resurrección realizada por Cristo?

26. Tenemos que desarrollar una capacidad de analizar las culturas, de percibir sus incidencias morales y espirituales. Se impone una movilización de toda la Iglesia, para afrontar con éxito la tarea sumamente compleja de la inculturación del evan gelio en el mundo moderno. En esta materia debemos abrazar la preocupación de Juan Pablo II. «Desde el comienzo de mi pontificado he considerado que el diálogo de la Iglesia con las culturas de nuestro tiempo era un campo vital, en el que está en juego el destino del mundo en este final de siglo XX» (Creación del Pontificio Consejo para la Cultura. Carta al Secretario de Estado, Roma, 20-V-1982: AAS 74 (1982) 683).

Conclusión

1. Pablo VI, después de haber dicho que es necesario «tocar y como revolucionar, con la fuerza del evangelio, las normas de juicio, los valores principales, los centros de interés y los modos de pensar, las fuentes de inspiración y los modelos de vida de la humanidad que contrastan con la palabra de Dios y el designio de la salvación» (EN 19), añadía que «hay que evangelizar —no por fuera, como si se tratara de añadir un adorno o un color externo, sino por dentro, a partir del centro de la vida y hasta las raíces de la vida—, o sea, penetrar con el evangelio las culturas y también la cultura del hombre, en el sentido amplísimo y riquísimo que estas palabras reciben en la constitución Gaudium et spes... El Reino que se anuncia en el evangelio, se vive por hombres que están imbuidos por una determinada cultura como propia, y para edificar el Reino hay que emplear necesariamente ciertos elementos de la cultura y de las culturas humanas» (EN 20).

2. Por su parte, Juan Pablo II afirmaba: «En este final del siglo XX, la Iglesia debe hacerse toda a todos, encontrándose con simpatía con las culturas de hoy. Hay todavía ambientes y mentalidades, así como países y regiones enteras, que deben ser evangelizados, lo que supone un largo y valiente proceso de inculturación para que el evangelio penetre el alma de las culturas, respondiendo así a sus expectaciones más altas y haciéndolas crecer a la misma medida de la fe, de la esperanza y de la caridad cristiana. A veces, las culturas no han sido todavía tocadas más que superficialmente y, en todo caso, porque se transforman sin cesar, exigen un acercamiento renovado... Además, aparecen nuevos sectores de cultura con objetivos, métodos y lenguajes diversos» (Discurso a la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura, 18-I-1983, 4: AAS 75 (1983) 384).

NOTA ANEXA

Para guiar a los lectores en la eventual publicación de las diferentes relaciones preparatorias, damos aquí su lista. En efecto, el R. P. Gilles Langevin, S. I., presidente de la subcomisión y redactor principal, a partir de esos trabajos (que continúan siendo de sus autores, ya que fueron escritos por ellos bajo su propia responsabilidad), ha redactado la síntesis que la Comisión Teológica Internacional ha aprobado con tres votaciones sucesivas, de las que las dos primeras aportaron correc ciones importantes.

He aquí el conjunto de los temas tratados:

I. Diversos aspectos de la reflexión y de la acción de la Iglesia sobre el problema de la inculturación:

1. Estado de la cuestión por lo que se refiere al Magisterio:

1) El Concilio Vaticano II y los Sínodos (Prof. Philippe Delhaye).

2) Las alocuciones pontificias (Prof. André Jean Léonard).

2. La teología y la acción pastoral:

1) En Asia (Prof. Peter Miyakawa).

2) En África (Prof. James Okoye).

3) En América Latina (Prof. José Miguel Ibáñez Langlois).

4) En el Mundo Atlántico (Prof. Giuseppe Colombo).

II. Sagrada Escritura y Teología

1. Dios Padre: Antiguo Testamento y Judaísmo (Dr. Hans Urs von Balthasar).

1) La asunción de la naturaleza humana (Prof. Gilles Langevin)

2) La salvación y la divinización (Prof. Francis Moloney).

3. El Espíritu Santo y la Iglesia (Prof. Jean Corbon).

III. Antropología

La naturaleza creada, caída y redimida (Prof. Georges Cottier).

IV. Eclesiología: la comunidad cristiana y las comunidades humanas

1. Las religiones no cristianas (Prof. Felix Wilfred).

2. Las relaciones de las jóvenes Iglesias con las tradiciones eclesiásticas antiguas (Prof. Barthélemy Adoukonou).

Documento en forma de conclusión pastoral: La modernidad (Prof. Hervé Carrier).

Fuente: Texto oficial latino en Commissio Theologica Internationalis, Fides et Inculturatio: Gregorianum 70 (1989) 625-646. La versión utilizada corresponde a: Comisión Teológica Internacional, Documentos 1969-1996, Veinticinco años de servicio a la teología de la Iglesia, BAC, Madrid 1998, Págs. 393-416. Puede también ser encontrado en castellano en «Medellín» 16 (1990) 109-132 o portugués en Cultura e Fé, Porto Alegre, 45 (abril-junho 1989): 15-37.

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